Especial Enoturismo

La Rioja, el firmamento gastronómico que más brilla

Pequeña pero comilona. Así es La Rioja, la comunidad autónoma más chiquita del país, que es al mismo tiempo la región de España con más estrellas Michelin per cápita. Ningún otro territorio brilla más que el riojano en el firmamento de la guía gastronómica por excelencia.

Las ocho estrellas repartidas en sus 5.045 kilómetros cuadrados de extensión sitúan a La Rioja como la provincia con más astros por habitante del país, superando a Soria y situándose por delante de Guipúzcoa (con apenas dos mil kilómetros cuadrados pero casi el doble de población que La Rioja y quince estrellas Michelin).

¿Cómo se ha llegado a este punto? La gastronomía riojana es una cocina de madre, que con poco hacía maravillas para que comieran todos. Es una cocina de una tierra sin mar, donde las bacaladas en salazón colgaban en los altillos de las casas serranas para tener algo que echarse a la boca durante los duros inviernos. El altillo, despensa esencial de una casa que se convertía en hogar en las cocinas.

En los altillos se conservaba el secreto de todo lo rico. Los riojanos, no hace tanto tiempo, cambiaban jamones por cantidades casi industriales de tocino. Tiempos en los que la cantidad primaba sobre la calidad, aunque con un chusco de pan sobre la lumbre, la necesidad de alimentarse se convertía en virtud gastronómica. Así de fácil, así de rico.

Francis Paniego, en El Portal de Echaurren (2 estrellas Michelin). | FOTO: Sergio Espinosa.

Las patatas con sebo daban energía para tirar adelante con la faena. Y a alguien se le ocurrió echarle un trozo de ese chorizo que tenía secando en su altillo. Son las reconocidas patatas a la riojana. En la mayoría de altillos se extendían las patatas para que duraran más tiempo; también las cebollas, o las manzanas.

En el altillo se colgaban uvas para hacerse pasas, y comerlas por Nochevieja, aunque los más hábiles hacían el ‘supurao’, que es ahora uno de esos vinos que está dejando de ser un vago recuerdo para presentarse como un néctar de dioses.

Ignacio y Carlos Echapresto, en Venta de Moncalvillo (2 estrellas Michelin). | FOTO: JPEG Estudio.

Los atillos olían a cebolla, ajos y pimientos secos. “Podían ser las pancetas, los chorizos o las manzanas. Lo que ahora se llama cocina ancestral es sencillamente nuestros recuerdos de infancia”, reconoce Francis Paniego, exponente de la cocina riojana con sus cuatro Estrellas Michelin, dos de ellas para El Portal del Echaurren, en Ezcaray.

Lorenzo Cañas, en la ‘sala de máquinas’ de La Merced. | FOTO: Fernando Díaz

Los altillos, las madres y el hecho de ser una tierra de paso han dotado de carácter a la gastronomía riojana. Así es como empezaron las grandes familias de la gastronomía riojana. De cocinar para los de casa, a hacerlo para los que pasaban por su pueblo. El Echaurren como parada de diligencias en Ezcaray, Venta Moncalvillo, que durante años fue una parada obligada para seteros y cazadores. La cocina de la familia Masip, la Venta de Goyo en las Viniegras, las hermanas Alcalde del Iruña, el chef Nino de Calahorra…

Marisa (Echaurren), Vicenta (Masip), La Rosi (Venta Moncalvillo), Nino… y Lorenzo Cañas. Gracias a ellos, la excelente cocina riojana comenzó a tener, durante el siglo pasado, el reconocimiento de la crítica, que atrajo a nuevos visitantes. Esos que acababan en estas casas de comidas por puro azar. Fueron los primeros ‘foodies’, que pronto descubrieron la riqueza de esta pequeña región española, que cocina del valle a la sierra una gama amplísima de productos frescos de temporada.

Félix Jiménez, en la cocina de Kiro Sushi (1 estrella Michelin).

Pero toda cocina necesita de un maestro para convertirse en escuela gastronómica. Lorenzo Cañas, en su famosa Merced, anterior incluso a la moda de las estrellas Michelin, intervino hace décadas, estableciendo la base de una cocina propia, con identidad propia que perdura. “El recetario riojano llevaba un exceso de aceite. Trabajamos mucho, en silencio, cuando la gastronomía no era tan mediática, para limpiar todas esas salsas que nos dan nombre”, ha explicado el chef de chefs en innumerables ocasiones.

Intervino directamente en todas esas salsas -la riojana- que aderezaban un buen bacalao, por ejemplo. El exceso de grasa complicaba las digestiones y no favorecía el sabor. Aquellas primeras salsas riojanas se iban de grasa. “Y no sentaba bien”, recuerda Lorenzo Cañas. Se ha resuelto con éxito todo ese exceso. Ya nada chapotea sobre una desagradable película de grasilla, y si lo hace, lo mejor es levantarse de ahí inmediatamente.

Carolina Sánchez e Iñaki Murua, de Ikaro (1 estrella Michelin). FOTO: Fernando Díaz/ Riojapress.

La Rioja es tierra de sopas de ajo para cerrar el día, y de sopas de leche con pan duro para arrancar de mañana. La cuartilla de vino, la rebanada de pan sobado con vino y azúcar sobre la lumbre. Tierra de embutidos secado al viento serrano. Lugar de figuras eternas, como la del sustanciero, que llegaba a los pueblos riojanos sobre su mula. En sus alforjas, huesos bien pelados de jamones que las señoras contrataban por minutos. Las ollas hirviendo y el sustanciero de puerta en puerta para darle a la sopa un chispazo de sabor.

De aquí surge La Rioja gastronómica, la que acumula más estelados per cápita. Fue Francis Paniego quien comenzó esta carrera en 2004 con esa primera estrella para El Portal del Echaurren. Tuvieron que pasar nueve años para que el chef de Ezcaray se colocase otra segunda estrella en su chaquetilla -ahora luce cuatro por su asesoramiento en otros dos restaurantes-, consagrándose como una referencia a nivel nacional y haciendo de su casa el único establecimiento de la comunidad con doble distinción… hasta 2024.

Caio Barcellos y Miguel Caño, de Nublo (1 estrella Michelin). | FOTO: Fernando Díaz (Riojapress).

Los Hermanos Echapresto han convertido a Daroca de Rioja en el pueblo más pequeño del mundo más estelado del planeta gracias a los dos estrellas Michelin de Venta Moncalvillo, que suma además la estrella Verde por su apuesta por la cocina sostenible desde su visión biodinámica de los procesos culinarios.

Los Paniego y los Echapresto, las dos grandes familias de la cocina riojana, punta de lanza de proyectos vitales como los de Pedro Masip, Ventura Martínez y otros muchos buenos cocineros riojanos.

Todos ellos saben lo que significa recoger fresas silvestres o mayatas por la Demanda o los Cameros cuando arranca el verano. Saben ponerlas en vino, con un poco de azúcar y disfrutar de uno de los mejores postres que existen. Es una cocina de herencia, revisada por los maestros y elevada por los nuevos chefs, que están incorporando la cocina del mundo a la riojana, y al revés.

Mariana Sánchez y Gonzalo Baquedano, de Ajonegro. |FOTO: Fernando Díaz (Riojapress).

Productos que se pueden fusionar con éxito, como están haciendo en Ajonegro o Ikaro. Ingredientes modestos como unos buenos guisantes, que brillan juntos a productos de otras latitudes para ampliar así las fronteras internacionales de la gastronomía riojana. El camino de la esencia, en el que se han implicado otros estelados por la Guía Michelin. Es el caso de Kiro Sushi, la mejor taberna japonesa de sushi de España que traslada al visitante a cualquier callejuela de Tokio desde Logroño. Proyectos esenciales para la cocina riojana, como el que ha puesto en marcha Miguel Caño, en Nublo. Otra de esas grandes familias de la culinaria riojana que ha crecido en pleno corazón de Haro desde el original Los Caños al sorprendente Nublo.

Cocina callejera y popular

La gastronomía, en esta tierra, es un hecho cultural. Recibir al visitante no es otra cosa que compartir una buena mesa. Unas chuletillas al sarmiento, que se comen con las manos, ayudan a quitar remilgos y miramientos. Uno estará como en casa, junto a un porroncito de vino, y una trenza para cerrar el festín.

Exaltación de las chuletillas al sarmiento en las fiestas de San Mateo. | FOTO: EFE/ Raquel Manzanares.

En familia o en cuadrilla, los riojanos se citan en los bares de Haro, Ezcaray, Santo Domingo, Calahorra, Arnedo… y por supuesto Logroño. La cocina callejera riojana, de pincho en pincho, es un concepto propio. Se arremolinan sobre la barra en hora punta, vuelan los pinchos por encima de las cabezas hasta alcanzar al destinatario, los vinos se cruzan, las copas chocan, y las noches se alargan entre pinchos y vinos, entre conversaciones y risas.

Momentos en los que la gastronomía se convierte en una fotografía fija para el resto de la vida. Los riojanos aprenden a comer de todo, de pie, en la barra, junto a sus padres y abuelos, en rondas eternas donde se cruzan con nuevos o viejos conocidos. Y en las fiestas, los guisos populares, desde chuletillas al sarmiento a calderetas, son parte inexcusable.

Vinos de calidad en la Calle Laurel. | FOTO: Fernando Díaz (Riojapress).

La calle Laurel, en Logroño; la Herradura, en Haro; el vermut en Ezcaray; los pinchos de verduras por Calahorra; la vuelta por Santo Domingo; a la orilla del río en Nájera… bares que hacen de la calle un punto de encuentro para celebrar la vida, para vivir la gastronomía, para no dejar pasar ni un solo día sin que merezca la pena bajo este inmenso firmamento de estrellas gastronómicas.

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