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El duelo, la fe y el renacimiento: un cuarto ascenso en La Rosaleda

FOTO: Málaga CF

No puedo asegurar con precisión cuándo sucedió -seguramente, un mes de agosto de finales de los 90-, pero sí conservo como envasadas al vacío las sensaciones del día en el que me enamoré de La Rosaleda. Aquel olor a césped inundando mis pulmones, el sol del anochecer filtrándose por los vomitorios de la Tribuna hasta el terreno de juego o la inmensidad de un estadio contemplado tras una de las porterías desmontadas durante las vacaciones de verano los guardo bajo llave en mi memoria sensorial.

No era la primera vez que había visitado ‘La Bombonera’. Crecí en una familia futbolera pero nada forofa. De aquellas que iban al estadio con resignación una vez cada lustro. De las que llevaban al chiquillo al campo como quien lo sube a un tiovivo, para tenerlo un rato entretenido. Una de esas familias que aún lloraba los restos todavía calientes de un club histórico recién desaparecido. De las que pensaban que, aun vistiendo los mismos colores y con el mismo apellido en el escudo, aquello no era lo mismo y -lo que resultaba más desolador- jamás se aproximaría al legado del difunto. Coincidencias a casi 800 kilómetros de Las Gaunas.

Sin embargo, aquella tarde-noche de agosto, asomado a La Rosaleda gracias al generoso portero del estadio, sentí que todo era posible y que algún día una provincia volvería a disfrutar del fútbol de élite. Carlos Lasheras, que un par de años atrás jugó sobre mismo césped, puede asegurar que la posibilidad de volver al fútbol profesional era, cuando menos, un acto de fe por los continuos batacazos de un club acomplejado por su pasado no tan lejano. Y la fe no mueve montañas, pero sí alimenta la ilusión precisa para acercar los sueños al terreno de la realidad.

Quién me iba a decir aquel verano que el siguiente 28 de junio viviría en aquella misma grada el retorno del Málaga al fútbol profesional, tras una goleada contra todo pronóstico contra el Terrasa. Tan sorprendente fue el resultado, que mientras toda la ciudad celebraba el ascenso a Segunda, yo me subí al autobús para no llegar tarde al trabajo como friegaplatos que había aceptado en un chiringuito para conseguir mis primeros ahorros. “Si vas al fútbol podemos cambiarte el turno, Dani”, me habían dicho el día anterior. “No hace falta. Meterle tres goles al Terrasa… No te preocupes que vendré sin falta”. Y los tres chicharros de Guede me confinaron en aquella infernal cocina mientras la pandemia de la alegría tomaba la ciudad.

Pablo Adrián Guede, sin camiseta, en el ascenso a Primera de 1999.

Aprendida la lección, decidí que tendría todo un año para celebrar un ascenso (los vasos comunicantes). Y junto la brigada más malaguista de mi instituto, nos saltamos todas cuantas clases pudimos para ver los entrenamientos de aquel equipo que, también contra pronóstico, escalaría unos meses después a Primera. Con el recuerdo de mi ascenso confinado el verano anterior, decidí que nada me detendría cuando el árbitro pitó el final de aquel Málaga-Albacete que certificaba el ascenso. Los tres porrazos que recibí de los antidisturbios al intentar saltar el foso del estadio me devolvieron momentáneamente a la realidad, pero habría firmado diez más por tal de hacerme con un pequeño trozo de red que aún conservo en el altar de mi casa.

Tras un amargo regreso a Segunda, casi una década después asistí desde la banda a mi tercer ascenso en La Rosaleda. En esta ocasión, pude vivirlo en primera línea y sin porrazos policiales, con el micrófono inalámbrico con el que había disfrutado narrando los partidos de una temporada en la que un tal Sergio (Rodríguez de apellido y riojano de nacimiento) y yo nos cruzamos sin saberlo: yo en la banda y él con la camiseta del Alavés.

En La Rosaleda fui testigo de cómo, en ocasiones, la pasión de un territorio renace de sus cenizas. De cómo no hay nostalgia que no cicatrice con un éxito deportivo. De cómo esto no va de suplantar la leyenda de un histórico desaparecido, sino de vibrar en el presente para disfrutar de un futuro mejor.

Y con ese espíritu volveré a pisar este sábado el estadio más bonito de España. No sé cómo acabará la cosa, que los duendes del fútbol hagan su magia. Pero sí sé que quiero volver a llenar mis pulmones con la misma bocanada de ilusión que aquella mágica tarde de finales de los noventa. Volver a sentir que todo es posible, que 20 años no es nada. Quiero un cuarto ascenso en La Rosaleda. Esta vez como visitante.

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