TRIBUNA

Trufiturismo

Soy persona de ciudad y la relación con el mundo rural ha sido más bien escasa a lo largo de mi vida, quitando esas escapadas de domingo que todos solemos hacer para visitar algún pueblo, aldea o restaurante –más bien suele ser esto último-, o practicar algún deporte en entornos naturales. Un fin de semana de principios de marzo del pasado año viví una experiencia, para mí inédita, que me gustaría compartir.

La propuesta de unos amigos fue visitar la comarca de Gúdar-Javalambre, la más meridional de Aragón situada en la provincia de Teruel, el motivo: la trufa negra. Así que cargados con la ilusión que producen las experiencias nuevas, partimos hacia una ruta que nos hizo descubrir una actividad conocida como trufiturismo. Esta zona está considerada como el área trufera más importante de España y Europa, con un reconocimiento internacional cada día mayor por la extraordinaria calidad de sus trufas. El preciado fruto se recolecta entre los meses de noviembre y marzo, siendo de vital importancia que previamente haya acompañado una buena temporada de lluvias entre primavera y otoño, o en su defecto, se hayan podido regar las parcelas truferas con la suficiente cantidad de agua como para garantizar una buena cosecha.

Las trufas, también conocidas como el ‘diamante negro de la cocina’, crecen bajo la tierra -a unos 30 centímetros- y se desarrollan en asociación con las raíces de determinados árboles como el roble, la coscoja, la encina o el avellano. Para su correcto desarrollo deben criarse en tierras calizas de zonas frías. Su uso en gastronomía es variadísimo.

Desde el punto de vista ambiental, el cultivo de la trufa favorece la reforestación con plantas autóctonas, ayuda a luchar contra el cambio climático, fomenta el aumento de la biodiversidad, es un cultivo ecológico ya que no utiliza pesticidas, tiene un consumo de agua muy reducido si se compara con otros cultivos agrícolas y compagina perfectamente con el turismo. Es, por tanto, manifiestamente sostenible.

Nuestro destino en esa comarca trufera fue Mora de Rubielos, en cuyo hotel La Trufa Negra’ -propiedad de nuestros amables anfitriones, Miguel y Fina – nos alojamos y desde donde partimos, a la mañana siguiente, para recolectar trufas.

El recorrido que nos llevó hasta la finca elegida para la nueva experiencia fue acompañado de una ilustrativa explicación del tiempo que transcurre desde que se prepara el terreno hasta dar el preciado fruto: aproximadamente siete años. Todo el trabajo se realiza de forma manual. Esto nos dio una idea del precio, a veces desorbitado, que tiene este manjar.

Guiados por Miguel y de un animoso y encantador perro llamado Sauce, adiestrado expresamente para esa labor, descubrimos el curioso mundo de la recogida de la trufa. Sauce corría por la finca, paraba, olisqueaba, y escarbaba en un punto concreto; en ese punto, armados con unos guantes, removíamos la tierra con las manos y con una pequeña herramienta metálica y puntiaguda con mango de madera accedíamos, con delicadeza para no romperlo, a nuestro pequeño tesoro. Me resultó muy sorprendente que el can no se equivocara nunca, allí donde paraba había una trufa. Una vez hecho acopio de varias unidades y con la ilusión de probar lo que tú mismo has recogido, nuestros anfitriones -propietarios de la finca que alberga una masía donde, todos los fines de semana, organizan jornadas para grupos interesados en conocer ese curioso mundo-, nos obsequiaron con unos deliciosos huevos fritos con patatas y trufa finamente rallada cocinados por Fina. Una delicia. El sabor y aroma de una trufa recién cogida es único.

La trufa condimenta multitud de guisos: aporta valor añadido tanto a platos tradicionales como a elaboraciones más vanguardistas. Así que desde aquí les animo a todos a vivir esa experiencia de turismo gastronómico.

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