Firmas

Un viaje en tren o una visita al parque de atracciones

Anoche me acosté tarde. Hoy me he levantado temprano. Aquellos que no estamos acostumbrados a viajar, eso de ir de un sitio a otro nos pone muy nerviosos. Tanto, que sólo una hora y media después de meterme en la cama ya estaba despertándome sobresaltado y con sudores fríos por si perdía el tren aunque este saliera a las tres de la tarde. Pensaba que la alarma estaría a punto de sonar y, sin embargo, al mirar el reloj, me llevé tremenda desilusión con el corazón a mil como si estuviera terminando de subir el Tourmalet. No podía ser. Había intentado leer, pero los bien entrenados algoritmos de las redes no me habían permitido despegarme del móvil hasta caer rendido sobre la almohada. Como cada noche. Falta de productividad. Pérdida de tiempo. La rutina de la era digital, mezclada y no agitada con la falta de rutina de los viajes. Cóctel perfecto. Explosivo. Noche destrozada y, quién sabe, si el día.

Para colmo, aquellos que también estamos abonados al desastre y dejamos todo para última hora confiando por encima de nuestras posibilidad en nuestras capacidades, solemos tener tareas pendientes poco antes de partir como hacer la maleta. Además, en este viaje necesitaba llevar un traje o una americana (las cosas de ir a FITUR). A la capital siempre hay que ir lo más elegante posible como al médico siempre hay que ir con muda limpia. ¿Y cómo hostias se lleva una americana en un tren de cercanías al que RENFE llama Regional Exprés? ¿Una funda? ¿Arrugado en la maleta y me llevo una plancha? Menos de dos horas después de haber intentado conciliar el sueño estaba dándole vueltas a todo esto. 1:44 en el reloj. Vuelvo a recibir entonces una nueva dosis de dopamina con un ojo medio abierto y otro medio cerrado sin saber muy bien cuál de los dos es capaz de leer. Vuelta a navegar por Twitter, Instagram, Facebook.

Unos amigos han estado de vacaciones en Tenerife, el Logroñés anima a su afición a seguir apoyando al equipo porque está en playoff, otro amigo está en Ordesa y Monte Perdido, hay un restaurante en París donde se encontraron Serge Gainsbourg y Jane Birkin -no sé quiénes son, pero me los imagino tan elegantes como yo pretendo ir a Madrid-, comienza la temporada de sidrerías, el Rioja Sala está feliz en el vestuario tras ganar el sábado, el Jumbo Visma afina su pretemporada vete a saber dónde y las trufas negras han pasado de ser las grandes olvidadas del recetario español a costar mil euros el kilo. Ojalá pueda poner una finca en Villavelayo y dedicarme a su cultivo. ¿Cómo vamos a dormir con todas estas ideas y novedades? Por suerte, todavía no me ha dado por Tik Tok ni por Tinder. Espero no caer en la tentación, más líbranos del mal. Amén. 3:12 en el reloj. Un pestañeo y las 7:45. Arriba. Un par de reuniones, otro par de discusiones en la redacción y a la estación intentando engañar el estómago parando a medio camino en el San Remo.

Montarse en el Regional Exprés entre Logroño y Zaragoza es más barato que Port Aventura. Dos horas de viaje como si te montaras en el Dragon Khan con la velocidad como única diferencia. El nudo en el estómago lo mantienes. No por la adrenalina sino por el miedo a volcar en cualquier curva. Incluso en cualquier recta. El sonido rápido, estridente e intermitente cuando se cierran las puertas no te avisa de que el tren arranca sino que es una alarma por lo que está por venir. El traqueteo constante no hace el viaje apto para escayolados ni gente con los músculos propensos a los esguinces. Es posible que el trayecto termine con cinco operaciones de cadera y todas las piernas de los pasajeros amoratadas como si hubieran jugado contra el Getafe de Bordalás. Por si fueran pocas las emociones, estaciones como la de Alcanadre tienen un “paso habilitado para cruzar las vías”. La amable chica que va cantando las paradas y los peligros te alerta entonces de que tengas cuidado porque “un tren puede ocultar otro” como si fueran alumnos de Hogwarts, diciéndote que mires a ambos lados cual novato en un paso de cebra de Londres. Todo sea por que no acabes triturado sin necesidad a los veinte minutos de empezar la aventura.

La mayor suerte es poder ver de cerca -si los graffitis te lo permiten- lugares del imaginario riojano como las huertas de Varea, el cuartel militar de Recajo, el aeropuerto, el castillo de Agoncillo, los polígonos de La Rioja Baja… ya quisiera la Toscana o la Costa Azul. Un paseo sin prisa (imposible tenerla) con destino en Zaragoza en el que también se descubre la árida geografía navarra y aragonesa hasta que desembarcas en Delicias, donde te das cuenta de que, quizás, ni Logroño ni La Rioja son el gran cruce de caminos que siempre defendemos sino que se trata de un cruce más. Uno bonito, eso sí, pero uno de tantos en el que montarse en tren es nuestra particular visita al parque de atracciones en vez de nuestra cómoda y rápida forma de viajar. Una vez estás bajo el manto de la Virgen del Pilar, confirmas aquello de que el tamaño no lo es todo y que el secreto está en saber aprovechar bien tus cualidades. Poco o nada tiene que envidiar la estación de la capital riojana en cuanto a instalaciones, pero sí en cuanto a los vehículos que transitan por ella. Qué envidia ver todos esos AVE e Iryo como si pasaras de estar en Desguaces Manolo al paddock de un Gran Premio de Fórmula 1.

No te digo nada una vez que te montas en el tren con destino a Madrid y tus ojos se transforman en ese niño de seis años en la cabalgata de los Reyes Magos. Asientos cómodos, mesas para ¿jugar al mus? cuatro personas, puntualidad… ¡hasta enchufes tienen en cada sitio! ¡Y cafetería! Pero esto qué es, te preguntas. Y entonces te abruma cierta culpa porque no entiendes qué has hecho mal para no tener las mismas facilidades viajeras que millones de compatriotas que pagan los mismos impuestos que tú. Las dos españas de siempre, divididas esta vez por las infraestructuras y las comunicaciones. Otro mundo lo suficientemente cerca de la puerta de casa para que siempre puedas verlo sin que nunca llegues a tocarlo. Una pena que se pasa, por suerte, muy rápido en la segunda parte del viaje cuando abandonas la destartalada tartana que te ha llevado de Logroño a Zaragoza y te conviertes en un español de primera con el AVE de Zaragoza a Madrid. Para tortugas, nos quedamos con las de Atocha que tienes en poco más de una hora desde que cruzas la puerta del vagón. Viva la libertad, carajo.

Subir