Gastronomía

Daroca de Rioja, el pueblo gastronómico más grande del mundo

Daroca de Rioja: el pequeño pueblo gastronómico más grande del planeta

FOTO: Fernando Díaz

«A ver, en Daroca hay dos calles». Y la mueca burlona en la cara de este vecino invita a pensar que estamos ante el vacile habitual que debe encajar siempre el recién llegado a este pueblo situado a los pies del Moncalvillo.

-Así no me pierdo.

Y es que resulta imposible perderse. Porque en Daroca de Rioja solo hay una calle, que son al mismo tiempo dos: «Está por la que subimos, que es también por la que bajamos». Con esta premisa visitamos el pueblo más pequeño del mundo con dos estrellas de Michelin. Y constatamos que es un pueblo pequeño, gigante en lo gastronómico.

Menos de treinta vecinos se cobijan de la intensa lluvia otoñal que está cayendo sobre sus casas de estilos uniformes, casi unas encima de las otras por la única calle que conecta a todos sus vecinos. «Marcha ya porque son de comer pronto». Y es que no han dado ni la una de un jueves cualquiera y parece que la gente ya guarda su siesta diaria.

Da cosa romper este silencio. No conviene molestar a deshoras. Y sin embargo queremos saber cómo Daroca se ha convertido en el pueblo más pequeño del mundo con dos estrellas Michelín. Así que, hasta arriba por la única calle por la que iremos bajando y llamando a las puertas para ver si entendemos en qué consiste el milagro gastronómico de Daroca de Rioja.

Y algo llama nuestra atención. El tocado de esta gente es peculiar por inusual. El día está para lucir un gorro de invierno. Estamos a algo más de 700 metros de altitud. Llueve con ganas. Y sin embargo, Agapito, curioso, saca la cabeza a través de la puerta de casa para ver quién hace ruido a deshoras. Sobre su cabeza, un gorro de cocinero: «Aquí andamos, justo acabo de terminar de almorzar».

Agapito sube cada día a Daroca, donde almuerza. Esta vez, pimientos. / FD.

Agapito, a sus 87 años, se ha aplicado unos buenos pimientos entreverados que ha rehogado en aceite de oliva y unos ajos perfectamente picados. «Los pongo al fuego y echas un trago». Invita Agapito a compartir los restos de su almuerzo con un chato de vino. «Yo subo todos los días de Logroño a Daroca». Imposible perderse las vistas al viejo bosque de Moncalvillo. Amarillos, marrones y verdes, bajo la lluvia, anuncian lo avanzado del otoño. «Me cuesta un euro». Se refiere al servicio de autobús que le trae de la capital a su pueblo. Allí cuida a su mujer, aquí respira aliviado. Hace su vida, su rutina. Enciende el gas, enciende el fuego, pone su pequeña sartén y este veterano cocinero de la vida sonríe al saber del éxito que están teniendo «los chavales» de Venta Moncalvillo. «Los hijos de la Rosi son unos fieras».

No sabremos nunca si entiende bien o no la cocina que están haciendo calle abajo los hijos de la Rosi, pero nadie le puede quitar el orgullo de pertenencia «a algo muy importante». «Nos conocen en todos los sitios». Con su gorro de cocina advierte que cuando se pone más serio aún a los mandos de los fogones, cuando se pone el delantal, Agapito lo tiene claro: «¿Yo? ¿Qué me gusta cocinar? Fácil, hombre. Un casco chorizo, un trozo de costilla y tres o cuatro chuletillas». Y como un señor. «A mí, si no hay chorizo y un poco de costilla, como que las chuletas no me gustan tanto». Vestirse de cocinero con estrella desde los pies y hasta la cabeza.

Aquí, en Daroca, no es que todos se conozcan, es que de una forma o de otra, por un lado o por otro, son familia más o menos cercana. «Baja a la casa de paredes amarillas que seguro que la Pili está en casa». Agapito dejará su cocina lista para el día siguiente. En breve bajará de nuevo a Logroño a estar con su esposa. Pero hoy ya ha respirado por su pueblo.

De camino hacia la casa amarilla, Ismael abre la puerta de su lonja. «Aquí preparo hidromiel de alta montaña». Le cuesta abrir la puerta. No se separa del cucharón de madera que parece haber removido algún puchero que otro. En un pueblo de unos treinta vecinos resulta que uno de ellos elabora hidromieles gourmet para maridar con platos de la alta cocina. «Hay un abanico de infinitas posibilidades para chefs y sumilleres», explica Ismael, tan cercano a la alta cocina que se hace calle abajo que resulta que su plato favorito son «los huevos fritos con alguna chuleta que otra».

Ismael vive en Daroca, donde elabora hidromiel goumet. / FD

Asoma por la esquina, barca en mano, Carmelín. Otro vecino de Daroca. Sus manos constatan que lo suyo no es tanto la cocina como el trabajo previo, quizás el importante. Su trabajo es al aire libre, al ritmo de las estaciones, siempre con los cultivos, las plantas, las vides, los frutos… Lo constata la barca de manzanas que lleva hacia alguna parte. «Qué bien está lloviendo», confirma a pesar de la regada que llevamos encima. Lo dice con alivio, parece haberse quitado un peso de encima. «Está siendo un año raro para las manzanas. Hizo mucho calor, también luego llovió mucho, y después nada. Aunque aquí hemos tenido algo más de suerte».

Este «aquí» es su pueblo, su Daroca de Rioja, el pueblo más pequeño del mundo con más estrellas Michelin. «Mira», y le pega un mordisco a una de sus manzanas. Sí, querido lector, sin lavar. Sí, querido lector, sin pelar. A todo lo que da su mandíbula. La mastica, la disfruta, y a través de la huella de sus dientes en la pieza de fruta nos explica qué debemos ver y no sabemos ver porque somos de ciudad: «Eso que veis ahí es el azúcar, es la concentración de azúcar. Es una maravilla de manzana. Porque aquí, al estar en altura, tenemos en verano noche frías y días cálidos. Luego os lleváis unas pocas para casa». Carmelín sigue a la suyo, que en este jueves lluvioso es una jornada más contemplativa porque «hoy poco puedo hacer». Es lo que tiene trabajar bajo un cielo tan extraordinario como el de Moncalvillo.

‘Carmelín’ se aprieta una manzana de alta montaña, toda una golosina. / FD 

Calle abajo por fin alcanzamos la casa de paredes amarillas. «Buscamos a la señora Pilar».

-Esa soy yo.

Viene de por el pan. Una hueca. Y nos deja pasar hasta dentro. «Nos os preocupéis, hijos, que tengo tiempo para limpiarlo después». Dejaremos las huellas de nuestras pisadas sobre el terrazo del suelo de su cocina. «91 años he gastado ya». Y sigue con ánimo para cocinarse todos los días. «Ya a los hijos no les preparo ya la comida. Ahora cocinan ellas en las reuniones familiares». Pero recuerda que siempre que «venían a casa les preparaba lo que más les gustaba. De primero cardo en bechamel con almendras, y de segundo, costillas al horno. Y todos tan contentos». Luce el mejor gorro de cocina de este pueblo, el del cariño de una madre dando de comer a toda su familia. Así es el pueblo más pequeño del mundo con más estrellas Michelin.

La Pili ha ido a por el pan. Tiene su comida lista. / FD

«Volved cuando queráis», se despide desde el quicio de su puerta, con esa preciosa sonrisa de quien sigue ‘gastando’ años en su pueblo que es Daroca de Rioja. «Somos famosos», advierte antes de cerrar la puerta de su casa de paredes amarillas.

Pocos metros más abajo, por la misma calle que hemos subido anteriormente, seguimos bajando hasta llegar a la única plaza del pueblo, donde están la iglesia, el bar y el ayuntamiento. El bar está cerrado. «De haber venido mañana (por el viernes) igual hubiera estado abierto». Aunque tampoco parecen tenerlo muy claro en el pueblo. Alfonso es un funcionario que entre papeles y sellos, documentos y asuntos pendientes, piensa en qué cocinará para este fin de semana. «A mí me gusta la cocina contundente». La de cuchara, la que se hace con uno de esos cucharones de madera. Uno de ellos preside la mesa de su despacho.

Alfonso, Claudia y Pilar, en Daroca de Rioja. / FD

Estamos en el pueblo más pequeño del mundo con más estrellas Michelin. Claudia, desde el balcón del Consistorio, presume de gorro de cocina. «Lo mío es la pasta». Y ya al otro de la carretera, cuando la única calle del pueblo deja de subir y de bajar, Pilar, por fin, llega a casa a mediodía después de su jornada laboral. Deja el coche en el mismo lugar de siempre. Momento de pensar en la comida. «Lo mío es más el pescado. El bacalao a la riojana y el chicharro me encantan».

Atravesamos nuevamente la carretera que cruza Daroca de Rioja. Y aquí, justo ahí enfrente, a pie de carretera, una casa de comidas que Carmelo y la Rosi pusieron en marcha hace ya unas décadas. Almuerzos para cazadores y transportistas que pasaban por la zona. Una cocinera que tiraba del producto de la zona, que hacía las recetas de siempre, las que se hacen calle arriba y calle abajo por Daroca… hasta alcanzar el cielo de la gastronomía española a los herederos de esta profundísima cultura culinaria riojana, unos hermanos Echapresto que son de Daroca de Rioja, el pueblo gastronómico más grande del mundo.

Ignacio Echapresto firma el gorro y el cucharón de los vecinos de su pueblo. / FD  

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