La Rioja

Autolesiones en menores: “Al ser un alivio temporal, necesitan repetirlo”

El 20 por ciento de los niños entre 10 y 17 años llevan a cabo conductas de autolesión no suicida, y la edad de inicio más frecuente suele ser entre los 13 y 16 años. Según datos de la fundación ANAR, las autolesiones se han multiplicado por 56 en los últimos 13 años. Quizás, soltado así a bocajarro, el golpe de realidad sea más efectivo y nos demos cuenta de que las lesiones autoinfligidas constituyen un problema de salud pública.

Todos los estudios anuncian aumentos preocupantes de esta problemática, pero, “la referencia que se tiene son informes hospitalarios que reflejan los casos nuevos. Eso no significa que haya un aumento en general, sino que la población afectada previamente ahora comienza a pedir ayuda y acudir a los centros médicos y hospitales”, explica Juan Faura, psicólogo sanitario especializado en autolesión y docente del Máster Universitario en Psicoterapia de UNIR.

Es muy difícil conocer las cifras exactas de esta problemática, entre otras cosas porque “depende mucho de dónde preguntes. No es lo mismo ir a un hospital que a un colegio o universidad. Si nos fijamos en esta última, por ejemplo en una encuesta desarrollada en Bilbao, el 50 por ciento de los estudiantes confesó haberse autolesionado alguna vez en su vida”.

La metodología no es lo que importa, sino la problemática que hay detrás

Faura señala que hay que distinguir entre grados de autolesión, porque “no es lo mismo morderse fuertemente el labio que cortarse a uno mismo. Las autolesiones más graves como esta sí que suelen estar ligadas a problemáticas de tipo psicológicas, que no quiere decir trastornos psiquiátricos”. El experto distingue que, aunque un adolescente esté cinco años autolesionándose, puede ser que no haya un trastorno, sino que se trata de una manera de lidiar con los problemas o de tratar con las vicisitudes de la vida cotidiana, “lo que no significa, para nada, que sea una opción buena ni sana”.

Juan Faura

A la hora de conocer qué tipos de autolesiones existen, el psicólogo defiende que la metodología no es lo que importa, sino la problemática que hay detrás. Cortarse, arañarse, golpearse…, “la herida no es tan relevante, lo importante es saber por qué la víctima necesita recurrir a hacerse daño para solucionar sus problemas”.

Tampoco busquemos un perfil social o educativo de adolescentes que se autolesionan, “es muy heterogéneo”, pero sí que se distinguen facilitadores y barreras. Entre los primeros encontramos traumas o un estrés prolongado. “Ahora somos más conscientes de lo que es el acoso escolar o la victimización infantil, el abuso físico y psicológico. Además se conoce más sobre los ambientes invalidantes, es decir, entornos familiares o escolares donde no se le tienen en cuenta al niño y se le menosprecia. Si somos hostiles con una persona, la persona aprende a ser hostil consigo mismo”.

Pero, ¿qué motiva a los jóvenes a provocarse autolesiones o tener pensamientos autolesivos?. ¿Encuentran alguna recompensa cuando lo hacen? “Está claro que este tipo de acciones sirve para regular las emociones, y para, desgraciadamente, facilitar la vida en algunas cosas. Eso no significa que una vez que una vez de regularse a través den esta metodología autolesiva las emociones sean positivas. Si te autolesionas no te pones feliz, te pones menos triste. Es una especie de alivio, pero no una mejoría por lo que para alcanzar otra vez ese alivio, se repite la autolesión”.

Una acción que, tal y como confirma Faura, funciona poco y brevemente, no a largo plazo, así que hay que volver a ejercerla hasta que se mantiene en el tiempo y se convierte en un hábito en el que cada vez sirve menos hacerse daño.

Síntomas y maneras de proceder

De cara a familiares, amigos, profesores… el especialista advierte que recurrir a buscar señales no es la mejor de las actitudes. “Jugar al gato y al ratón o al investigador no vale. Hay ciertas señales que nos pueden evidenciar que una persona lo está pasando mal y está haciéndose daño, pero eso de ‘a ver si encuentro las señales que he leído o me han dicho’ no es lo mejor”.

Por supuesto que existen indicios, “pero son de perogrullo”: si hay sangre en la muñeca o en las sábanas, si hace cosas diferentes a los que hace habitualmente, habla mucho de este tipo de temas o se aísla más, pero es que estas últimas son cosas de todos los adolescentes. Además, ver señales de riesgo no nos hace predecir bien la problemática porque nuestros ojos no están bien entrenados”.

Entonces, ¿cómo hay que proceder? Tal y como cuenta Faura, “es mucho más sencillo que invertir nuestro tiempo y recursos en buscar evidencias o estar mirando a ver si la persona se está haciendo daño. Si vemos que lo está pasando mal, lo mejor es preguntarle directamente. Que el adolescente vea que estamos dispuestos a escuchar. No cortarle cuando comience a hablar, llevar a cabo una escucha activa. Que se de cuenta de que nos interesa y, sobre todo, no juzgar”.

Una vez reconocido el problema, “la intervención de profesionales se antoja fundamental”, y para ello y también desde la escucha activa, trabaja UNIR en un proyecto de bienestar emocional que aborda, desde una perspectiva de investigación aplicada, el estudio y propuesta de intervenciones en problemas de gran incidencia en los colegios: suicidios, autolesiones, adicciones, acoso escolar, dificultades de aprendizaje que derivan en otros problemas, etc.

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