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Como un dolor de muelas

Foto: UD Logroñés

Por José Luis García Íñiguez

La primera señal la tuve durante el confinamiento y no supe verla. Fue entonces, en los días más estrictamente encerrados, cuando se me cayó un viejo empaste de una muela. Casi lo celebré, porque cualquier interrupción en la rutina de estar encerrados era una alegría y porque sucedió justo en el momento idóneo: los dentistas estaban cerrados y yo odio ir al dentista. Lo odio con toda mi alma. Solo imaginarme tumbado en la consulta me envía al desmayo. El dentista, qué lugar. Con esa luz que te mira de frente, como si Dios te estuviese observando. “Sufre este dolor, hijo, y a través de él encontrarás la Salvación”. Pero qué salvación, si yo lo que quiero es subir a Segunda, me decía estos años. El empaste se fue cuando estábamos debatiendo qué iba a pasar con el fútbol porque con algo había que entretenerse. Hubo a quien le dio por hacerse Tik tok y otros le dimos vueltas a si íbamos ascender sin jugar. El empaste se fue y los días pasaron. Y seguimos debatiendo. Pero la señal estaba ahí. En una muela.

Durante semanas imaginé cómo serían los días previos al partido del ascenso. Planificaba mentalmente qué camisetas me iba a ir poniendo. El lunes, la azul con la bandera en vertical. El martes, la blanquirroja de Adidas. La primera Kelme, para el miércoles. Y etcétera. 36 años, un hijo, trabajo estable, una vida destinada a la madurez, pero ahí vamos, intentando ser más rápido que ella. Cuando salgo por Madrid con la camiseta de nuestro Logroñés me gusta imaginar que alguien la reconoce. A mí me pasa, veo una del Burgos y sonrío, como si la persona que la lleva fuese la única capaz de entenderme. Me dan ganas de abrazarle. “Aquí tienes un hombro en el que llorar, hermano del barro”. Pero sería raro y ahora encima no se puede abrazar.

Hablábamos de los días previos. Pues eso. Los había imaginado felizmente. Suponía que iban a ser jornadas intensísimas, escribiendo textos nostálgicos, apasionados, que nos hicieran creer. Supongo que algo parecido a lo que imaginó Feliciano Condesso sobre su carrera futbolística. Pero luego un día jugó su mejor partido y le dio un vahído. Yo ni siquiera llegué a tocar la pelota. Por la muela.

Justo una semana antes del partido empezó a dolerme muchísimo una muela. No un dolor cualquiera. Un dolor de los que te dan ganas de darle cabezazos a un espejo, pero no lo haces porque luego tienes que recoger los cristales y limpiar la sangre y encima hacerlo con una muela golpeándote el cerebro. No había flemón ni rastro de hinchazón. Solo un dolor persistente, insoportable como un Logroñés entrenado por Rafa Berges.

Intentaba disfrutar de los días previos, unirme a la emoción, leer, ver recuerdos, estudiar al Castellón, hacer algo parecido a la recta final antes del partido de nuestros partidos. Pero la muela.

La muela no dejaba de doler.

“Ve al dentista”, me decían en casa. Sí, claro, a que me la quiten o qué sé yo. A que hurguen con esos aparatos de tortura. Ya iré, la vida es muy larga, casi tanto como once años en Segunda B. Pero al final, tuve remedio. Antibiótico y analgesia. Y a correr. Bueno, a correr no porque resulta que me duele mucho el sóleo. Pero ya iré al fisio. La vida es muy larga.

La vida fue mejorando y el viernes por fin pude pensar en algo más. En algo más que no fuese un dolor constante subiendo desde el maxilar superior hasta invadir todo el cuerpo y parte del alma. Así que escribí, medio llorando -aquí no por la muela, sino por la emoción, que es algo mucho más real-. Y salió lo que salió. Porque ni soy Cervantes, ni Franz Kafka, ese hombre que escribía obras maestras con dolores de cabeza y eso que aún no vendían el ibuprofeno de 600 con receta. Escribí, pero el dolor, aunque menos intenso, continuaba. Eso sí, ¡por fin buenas noticias! Ya podía alimentarme de algo más que puré o salmorejo. El placer en un trozo de pan. Estaba terminando los días en Segunda B casi sin poder comer, qué paradójico comparado con mi vida estos once años.

Llegó el día del partido. Tensión por los aires. Menos dolor en la muela, más intenso desde la mandíbula hasta subir, sobre todo, a la cabeza. Para quedarse allí a vivir. ¿Cómo podía ser si iba atiborrado de analgesia? ¿Acaso estábamos ante un dolor mutante y mudable que se iba a quedar para siempre en mi cuerpo habitando cada día en un lugar distinto? Intenté recuperar la normalidad al comer, pero me empezó a doler de nuevo la cabeza y yo ya no sabía que hacer. Así que me fui con la familia al campo para relajar, pero aquello estaba lleno de turistas chinos. Que no sé de dónde salían, si se supone que no hay casi turismo en este país pandémico. Intentaba huir y el dolor, pegajoso, me perseguía. Intentaba respirar y me veía rodeado de gente, sin poder quitarme la mascarilla en mitad de una finca en ninguna parte en Guadalajara. Y las horas, ay las horas, que no pasaban, que el partido no empezaba, que aquello no llegaba nunca.

Tampoco quería del todo que llegara. Porque iban a ser 90 minutos -pobre ingenuo- de sufrimiento. ¿Y si no subimos?, me preguntaba. El sufrimiento eterno, me respondía. ¿Y si subimos? Me preguntaba. El sufrimiento de ser el recién llegado a una categoría profesional, me respondía. Todo era una mala idea, no había que jugar ese partido, que se acabara el mundo, que parasen aquello que yo me bajaba. Que me seguía doliendo la muela. Otra vez mucho. Que no podía cenar.

Y empezó. Y se jugó. Y nos marcaron. Y marcamos. Y la prórroga. Y los penaltis.

Para Miño.

Estamos en Segunda. Lo grito. Lo celebro. Lo intento explicar. Lo abrazo. Me abrazan. Abrazo. Me besan. Beso. Lloro. Me río. Lloro.

Por fin respiro. Estamos en Segunda. ¿Y el dolor de muelas? Ya no existe, está olvidado, no he vuelto a tenerlo desde entonces. Ahí te quedas, Segunda B. Espero no volver a verte hasta dentro de mucho tiempo. Incluso después que al dentista.

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