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Maridajes vinícolas

Por Fernando Canals Brage, miembro de la Academia Riojana de Gastronomía

La segunda acepción de la palabra “maridaje” que ofrece el Diccionario de la Real Academia –que es la que aquí interesa pues la primera se refiere al casamiento- reza así: “Unión, analogía o conformidad con que algunas cosas se enlazan o corresponden entre sí; por ejemplo, la unión de la vid y el olmo, la buena correspondencia de dos o más colores, etc.”.

Esta unión entre vid y olmo sí que es sugerente, pero aquí nos referimos a la que se produce entre vino y comida con la intención de que la suma mejore a cada uno de los elementos por separado, o cuanto menos que su respectivo gusto no se vea dañado.

No es palabra que genere entusiasmo, pero los intentos de emplear otra –armonización, concordia, asociación…- han fracasado de modo que es la que se emplea en la práctica para indicar que se ha seleccionado el vino que mejor casa con la comida a efectos de obtener ese resultado.

Como punto de partida, Julio Camba en su libro ‘La casa de Lúculo o El Arte de Comer’ se pregunta y responde: “¿Qué razón hay para no tomar, por ejemplo, vino tinto con el lenguado o vino blanco con la perdiz? Pues, sencillamente, la misma razón que existe para no tomar la perdiz con salsa de tomate o el lenguado con confitura de fresas. La misma y no otra ninguna”.

En la aparente inocuidad y broma de la frase se esconde sin embargo una revelación trascendental. Ésta es que el vino tiene la misma naturaleza que la comida, el vino es alimento. Es verdad que el vino puede ser disfrutado sin comida alguna, no es mi caso, pero ello no obsta a que deba considerarse como alimento a todos los efectos, incluido naturalmente el de su consumo.

Entre esas consideraciones está obviamente la de que el vino contiene alcohol, por lo que su consumo debe atemperarse a tal circunstancia, pero ello no obsta a su naturaleza de alimento. Del alcohol ya hablaremos en otra ocasión, aunque no me resisto a decir que en todo caso “el veneno está en la dosis”, que incluso el agua bebida con desmesura es dañina, que toda tentación prohibicionista se sustenta en el fastidio de ver a alguien alegre y contento, y que es el hecho de vivir lo que nos va matando, siquiera debamos intentar que sea lentamente, con responsabilidad de adulto y con cierta actitud de felicidad.

Volvamos a la idea principal, sin bebida es parca o más pobre la comida que se puede hacer. De nuevo Camba nos lo confirma: “¿Qué clase de cocina quieren ustedes que tenga un pueblo sometido a la ley seca?” Aquí naturalmente debemos defender que la bebida siempre sea el vino, pero resultaría estúpido negar el derecho a otras, como la cerveza o el sake, en verdadera comunión incluso de origen con la propia cocina, así la inglesa o centroeuropea o la japonesa. Respecto de esta última, Félix Jiménez nos demuestra desde su Kiro Sushi que también hay un maridaje espiritual utilizando el té como catalizador.

Siendo el maridaje pues una selección de alimentos que casan, a la postre es una cuestión de gustos, y ya se sabe que los gustos no son discutibles, ni por ende explicables por la razón. Es verdad que puede haber “razones objetivas” que hace que los alimentos mariden, pero todas ellas se detienen ante el sentir propio.

Ferran Centelles nos lo cuenta con gracia y detalles en su libro ‘Qué vino con este pato’ –que por cierto nos presentó en La Rioja, invitado por la Academia de Gastronomía-. En él estudia detalladamente las técnicas de maridaje y los criterios científicos que las sustentan, desde la metodología de “contraposición y concordancia”; pasando por la “pirámide” en cuya base están los gustos (salado, dulce, ácido, amargo y “umami”), en el nivel intermedio las texturas, y en la punta los aromas; la “piramidal invertida”, o la relación molecular entre los alimentos (algo abstruso como el mismo Chatrier se encargó de hacer ver a la misma Academia)…

Al final, nuestro gran sumiller defiende un “maridaje integral” –esto es la “relatividad del maridaje”-, de modo que el sumiller debe conocer todas las normas y reglas sobre la materia para poder romperlas con conocimiento de causa a mayor satisfacción del comensal, satisfacción para la que debe ser capaz de apreciar tanto la atmósfera que reina en la sala, cuanto el estado de humor del cliente.

¿Qué pautas pueden darse al lector perdido en la inmensidad de posibilidades?

En primer lugar no debe decirse que criterios básicos heredados, transmitidos en el ámbito doméstico de padres a hijos, hayan perdido sentido. Al menos nos quedan a los profanos como principios generales de orientación. Razonablemente no cabe equivocarse al respetar que los blancos van mejor con el pescado y los tintos con la carne, o los dulces con el postre, o que el orden debe ser de menor a mayor tanto en lo relativo a color, como a temperatura, como a grado alcohólico.

A partir de aquí procede reafirmarse y autoafirmarse en la certeza de la subjetividad del gusto como criterio ineludible de disfrute. ¿Cómo se forma este criterio?

Si se trata de un maridaje en restaurante confiad en que el sumiller haya leído con aprovechamiento el libro de Centellles. Tratándose de comidas caseras, lo más gustoso y a la larga infalible es la técnica de prueba/error. Por tanto… ensayo, ensayo, ensayo, o lo que es lo mismo disfrutar, disfrutar, disfrutar. Seguro que incluso llegáis a encontrar el Rioja que os case bien con las alcachofas.

Y si ocurre que algún vino no funciona con la parte que se come, ya se sabe que los errores enseñan más que los aciertos. En todo caso como dice la mismísima Jancis Robinson, siempre nos quedará el intermedio del pan: “Es increíble cómo algo absorbente y neutral como el pan puede actuar como neutralizador”.

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