La Rioja

En la trampa del silencio

Los padres de Andrea Zulay piden que se haga justicia cinco años después del atropello de su hija

Andrea Zulay acababa de cumplir 19 años cuando le cambió la vida. Fue un 22 de julio de 2018. Sus padres, Patricia Pilco y Ermes Darwin Gavilanes Montoya, aseguran que “quería comerse el mundo”. Había estudiado en la Escuela de Hostelería de Santo Domingo de la Calzada y, a su vez, trabajaba en el restaurante Entrepuentes y en el hotel NH de Logroño. Sus progenitores recuerdan como era Andrea hace cinco años. La describen como una mujer “responsable” y “aplicada”. Ahora, a causa de un fatídico atropello que le provocó daños cerebrales, la joven vive anclada a una silla de ruedas.

Todo empezó cuando una mañana en el hotel la mandaron a cortar fiambre y se hizo una herida en el dedo. Ella era la camarera. En vez de acudir a la mutua, “la mandaron directamente a casa”. Para Andrea, que era la menor de cinco hermanas, no supuso un problema. La joven estaba ilusionada porque su hermana venía de Francia con los niños. Pero, esa mañana de domingo, no pensó que su camino le deparaba otro destino.

Andrea (derecha), antes del accidente de 2018

Ella, que siempre se trasladaba en bicicleta, tardaba en llegar a casa más de lo debido. Patricia comenta que mientras la esperaba, recibió una llamada de la policía para contarles que su hija había sufrido un atropello a la vuelta de la esquina. Bajaron de casa inmediatamente y, desesperados, tardaron en encontrarla. “Cuando llegué al paso de cebra vi a mi hija tirada en el suelo junto a un charco lleno de sangre”, recuerda, afectada, su madre. Pilco también destaca que no se percató de la gravedad del asunto hasta que vio los cables y a los médicos alrededor. Ver a su hija convulsionar y con la mirada perdida fue un golpe de realidad.

Desde el momento del accidente hasta su traslado al Hospital San Pedro transcurrieron aproximadamente dos horas. El autor de los hechos se dio a la fuga y, al parecer, nadie vio y ni escuchó nada. Una vez en el centro sanitario, vino la incertidumbre. La situación, que cada vez era más grave, hizo que los médicos se decantaran por un nuevo traslado. Esta vez, hasta un centro en Vitoria. “Nos dieron la opción de operarle el cráneo para ponerle una prótesis, pero con el riesgo de que se quedara en quirófano”, señala el padre de Andrea. Inducirle el coma, estar intubada y hacerle una traqueotomía transformó físicamente el cuerpo de la joven: “Estaba completamente hinchada. Parecía un monstruo”.

Las recaídas y el ir y venir de dos sitios distintos fueron un bucle constante. La joven también estuvo tres semanas en la Clínica Valvanera de Logroño, así como nueve meses con su madre en Asepeyo para tratarse con un médico laboral de Madrid, quien llevó a cabo su rehabilitación.

Su padre explica que Andrea, aunque recibe una pensión, busca recibir una indemnización por el accidente. Sus lugares de trabajo no quisieron hacerse responsables de lo sucedido. Por supuesto, tampoco el conductor que se dio a la fuga. Sus amigos la abandonaron. Patricia afirma que, después del accidente, no volvió a saber nada de ellos. “Si se los encontraba, no preguntaban por ella. Se cambiaban de acera”. Pese a que en su día pusieron todo su empeño en descubrir cómo se dieron los hechos, ambos mencionan que van “a la deriva” y que esto les ha costado algún préstamo y varias deudas.

La familia depositó todas sus esperanzas en el proceso judicial. No tuvieron suerte con ello. Los padres de Andrea critican una mala praxis. “El abogado que contratamos para denunciar el caso no nos ofreció toda la información necesaria que deberíamos haber sabido”. Sin solución y sin apoyo por parte de las instituciones, el caso se cerró. No fue hasta que Olivares, un trabajador social, les prestó su ayuda y fueron capaces de encontrarse. Con su confianza, pusieron las cartas sobre la mesa y lograron confirmar varios detalles de lo que había pasado. Entre ellos, que Andrea estaba trabajando cuando tuvo lugar el accidente.

El día a día

Más allá de la búsqueda del culpable y de posibles indemnizaciones, la familia tuvo que adaptarse a las consecuencias: “Hemos tenido que reformar toda la casa, desde la ampliación de puertas hasta la cama y la bañera. También hemos necesitado un nuevo medio de transporte”. Además, la rutina de Andrea es ir de lunes a viernes a Aspace. Este centro de día es una manera de continuar con su rehabilitación y de que sus padres puedan dedicarle tiempo a su negocio: la cafetería Zulay, en honor a su hija. También a una de las cosas que más le gustaban: la hostelería.

Patricia y Ermes aseguran que desde entonces viven por y para su hija, lo que también les obligó a dejar sus anteriores trabajos por los problemas de conciliación: “Requiere el cien por cien de nuestro tiempo. El dinero que ganamos en el bar como autónomos no nos aporta beneficios porque todo va destinado a lo que ella necesite”.

El paradero del autor de los hechos sigue sin conocerse a día de hoy. Andrea, si su voz se lo permite, le ha llegado a confesar a su padre lo mínimo que recuerda: que era un hombre, que iba rápido con el coche y que parecía enfadado. Este, emocionado, concluye con que “nos ha dañado la vida”. Después de no dar la cara ni haber sido capaz de llamar a los equipos médicos, la familia exige reabrir el caso con el fin de “dejar de estar callados” y “hacer justicia”.

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