Firmas

Tinta y tinto: ‘Si me queréis, irse’

Qué jodido es eso de marcharse a casa cuando te lo estás pasando en grande. Nos ocurre a todos. Cuando somos niños y estamos jugando con los amigos, el peor momento llega cuando el ejército de padres, madres, abuelos y abuelas se abalanza sobre la chavalada para decir que “ya es hora de ir a cenar”. Las ganas de disfrutar entonces se multiplican hasta el infinito. Las piernas corren más rápido. Los saltos alcanzan más altura. Las risas suenan más fuerte. “No me quiero ir”. Y cara triste para solicitar compasión a esa persona que, en realidad, sólo busca tu correcto desarrollo alimentario, personal y horario para que no acabes, por ejemplo, trabajando en la Redacción de un periódico o en la política.

Al llegar a la adolescencia, la cosa se complica. El asunto se torna más nocturno y la barrera horaria comienza a desplazarse hacia territorios inexplorados. Comienza entonces una negociación entre dos bandos en el que sólo uno tiene capacidad de decisión y el más débil sólo puede apelar a la persuasión mediante la emotividad. Esta misma semana, la hija de un amigo pedía, con sus dieciséis años recién estrenados, ir a las fiestas de Lardero “sin hora”. Se sentía con las fuerzas suficientes para acudir a última hora de la tarde al primer gran joven peregrinaje de fiesta del verano en La Rioja y pasar toda la noche con sus amigos. El padre dudaba. Se reía nerviosamente intentando desviar la atención, por si se le olvidaba la petición a la muchacha sabiendo que no se le iba a olvidar, porque en ese momento era lo más importante de su vida, y zanjaba el tema con un clásico: “Ya veremos”.

Lo mismo pasa al llegar a la ‘juventud’. Esté esta franja de edad donde cada uno quiera colocarla. El concepto ‘juventud’ es tan amplio que ya abarca desde que se cumplen los dieciocho hasta la jubilación. Y, en algún caso, más allá. El tema es que a eso de los veinte años, con algo de dinero en el bolsillo, llegan las discotecas, las fiestas de los pueblos, los viajes… y vuelve a pasar la misma historia. Nadie quiere marcharse a casa pronto. De hecho, aquellos que sí quieren hacerlo, que incluso prefieren no salir, son tachados como ‘rara avis’. Gente extraña sin alma de la que no puedes fiarte. Personas dispuestas a sacrificar el brillo de la luz de la luna en su piel por el fluorescente de la habitación. “Tiene que haber de todo”.

Sólo cuando ya peinamos canas -o ni siquiera podemos peinarnos- comprendemos que la verdadera experiencia se encuentra en saber marcharse, que esto va de poder echar la vista atrás para hacer balance y decir que “no ha estado mal”, lanzando media sonrisa hacia dentro para sentir la felicidad en el estómago. Después se trataría de dejar las cosas lo más ordenadas posible para aquellos que vienen por detrás y de irse en paz. Consigo mismo y con el resto. Así recuerdo que se marchó mi abuela Juana. Nació un 24 de junio de 1918 en Villavelayo, día de San Juan, y 102 años más tarde cerró los ojos en su cama de Logroño para dormir el sueño de los justos. Sacó adelante ella sola una familia con seis hijos, luego llegaron catorce nietos y un poco más tarde otros tantos biznietos. Se fue “sin dar un amparo de guerra”, que dicen alguna vez mi madre y mis tías, y con ese balance que sirve para saber, en realidad, que has hecho las cosas bien en este pasar por el mundo. “No ha estado mal”.

Con los fallos y los aciertos recurrentes de la vida, vamos construyendo nuestra existencia sobre la marcha. Hasta que llega la hora de irse. Entonces nos entran los miedos porque las únicas certezas están en el pasado y el futuro se antoja incierto. Ese no saber qué pasará ni qué misterio habrá (sin ser nuestra gran noche), atenaza incluso a los más sensatos. Lo hemos visto en las últimas semanas con las decisiones de Concha Andreu. Tras otorgar los riojanos una mayoría absoluta al PP que no se recordaba desde el lejanísimo 2015, la todavía presidenta de La Rioja compareció la misma noche electoral para decir que no tenía ninguna decisión tomada cuando todos esperaban el anuncio de su dimisión. Cual padre al que su hija le pregunta por la hora para volver de las fiestas de Lardero, vino a decir que ya iríamos viendo.

Con el paso de los días y el secar de las lágrimas, Andreu fue recomponiéndose y preguntó a Pedro Sánchez qué hacía, diciéndole que a ella lo que le gustaría es marcharse al Congreso. En Ferraz le dijeron que mejor al Senado, donde se cobra parecido y se trabaja (aún) menos, y la todavía presidenta respondió que vale, que recogería su acta en el Parlamento de La Rioja (no vaya a ser que con las listas abiertas acabe saliendo senador el número dos y no ella) y que ya iríamos viendo. Pese al mensaje enviado por la ciudadanía y una trayectoria política en primera línea de doce años -cuatro de ellos como máxima dirigente de la comunidad-, cree que coger la N-111 con destino a Madrid es una salida mejor que salir en rueda de prensa para decir que lo ha entendido, que “no ha estado mal” y que se vuelve a su casa a seguir con su vida más allá de la vida pública.

Para colmo, en una reciente entrevista, señaló que “en el PSOE hay que saber marcharse y saber que estamos de paso”. No lo decía por ella, claro, ya que tendrá pensado demostrar que sabe marcharse. Lo decía, intuimos, por su ex secretario general, Francisco Ocón, quien ha contestado irónico sobre el asunto: “Es cierto que hay gente que no sabe marcharse a pesar de los fracasos”. Debe de ser algo inherente a la política, salvo en casos muy concretos. Incluso Alberto Bretón, ese hombre que se marchó del PP para mandar en un partido porque no le dejaban mandar en el suyo, comentaba hace unos días que Pedro Sanz fue un buen presidente, pero que no supo marcharse. Así, sin despeinarse y sin darnos anestesia antes para digerir esas declaraciones.

Yo, en realidad, lo siento por nuestros amados dirigentes políticos. Recuperar la perspectiva cuando se alcanzan cotas de poder inimaginables es complicado, y aferrarse al sillón hasta las últimas consecuencias sólo le constata a la ciudadanía que esto no va de construir una sociedad mejor sino de asegurarse un salario. Y, así, se acaba como en la boda de Lola Flores (hija) y Guillermo Furiase en Marbella, donde el fervor de miles de personas por la familia acabó arruinando la ceremonia. “Si me queréis, irse”, dijo Lola Flores (madre). Y nadie se movió de su sitio. Como ahora.

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