Gastronomía

Una forma de expresión de lo más riojana

Una forma de expresión de lo más riojana

El maestro Lorenzo Cañas intervino ya hace unas décadas. “El recetario riojano llevaba un exceso de aceite. Trabajamos mucho, en silencio, cuando la gastronomía no era tan mediática, para limpiar todas esas salsas que nos dan nombre”, ha explicado el chef de chefs en innumerables ocasiones. Se refería entonces a esas salsas a la riojana para aderezar un buen bacalao, por ejemplo. El charco de grasa era desagradable. Lo mismo pasaba por ejemplo con una buena carne guisada o con las patatas con chorizo… La riojana se iba de grasa. Y no sentaba bien. Ahora, este asunto ha quedado resuelto, y nada chapotea, por fortuna, sobre una desagradable película de grasilla, y si lo hace, lo mejor es levantarse de ahí inmediatamente.

¿La pena de Lorenzo Cañas?: “Que hemos limpiado tanto las salsas que nos hemos quitado de en medio hasta el picante”. Porque reconoce el de la Merced que la casquería riojana debería tener ese punto elevado de picante. Se refiere a los callos con morros, a las patitas de cordero, la oreja guisada… No aceptamos unos embuchados sin un poco de alegría riojana a su lado, al gusto, pero ya reconocemos como propio un bacalao o unas patatas a la riojana sin ese punto juguetón que da el picante riojano, en peligro de extinción.

La culinaria riojana es una cocina de madre, que con poco hacía maravillas. Es una cocina de una tierra sin mar, donde las bacaladas en salazón colgaban de los altillos para tener algo que echarse a la boca en los duros inviernos serranos. El altillo, a modo de despensa. Ahí se guardaba el secreto de todo lo rico, de unos riojanos, no hace tanto tiempo, que cambiaban jamones por cantidades casi industriales de sebo. Las patatas con sebo, que daban energía para tirar con el día, cuando no había mucho más que llevarse a la boca. En la mayoría de altillos se extendían las patatas para que duraran más tiempo, también las cebollas y por supuesto las manzanas. En el altillo había uvas que se convertían en pasas, para comer en Nochevieja, aunque los más hábiles hacían el supurao que ahora está dejando de ser un vago recuerdo. Los atillos olían a cebolla, ajos y pimientos secos. “Podían ser las pancetas, los chorizos… podían ser las manzanas. Lo que ahora se llama cocina ancestral es sencillamente nuestros recuerdos de infancia”, reconoce Francis Paniego, que se apoya en productores de la zona para tener el mismo producto que antes las familias se proveían por su cuenta.

La madre y los altillos. Ahí se secaban los pimientos al sol del invierno para darle sustancia al caldo. Las sopas de ajo para cerrar el día, y las sopas de leche con pan duro para arrancar de buena mañana. La cuartilla de vino siempre preparada, que se abría por primera vez para preparar la rebanada de pan sobado con vino y azúcar, en un desayuno para campeones. Y la chacina. Los embutidos riojanos como espacio para picar entre horas. Con un trozo chorizo se quitaba la gusa y al mismo tiempo se aderezaba en condiciones unas buenas patatas. Porque hubo un tiempo que por nuestros pueblos surgían una figura que llegó a estar a la altura del afilador. El sustanciero, que se recorría los pueblos riojanos con su mula. En las alforjas, huesos bien pelados de jamones que las señoras contrataban por minutos. Y así le daban algo de sustancia a sus caldos. Las ollas hirviendo y el sustanciero de puerta en puerta para darle al menos un puntito de jamón a las sopas del pueblo. De ahí que las salsas se fueran cargando de grasa, necesaria para darle al de energía extra al cuerpo molido por el esfuerzo físico diario.

De ahí surge lo que somos, esta gastronomía que representa a una región con identidad propia pese a sus escasos kilómetros cuadrados en comparación con otras regiones vecinas. En pocos lugares se recogen fresas silvestres o mayatas como las que se dan por la Demanda y los Cameros, que se lavan bien, se dejan en vino con un poco de azúcar y toda la familia disfruta de un postre que no se olvida en un par de vidas.

Aquí no hay torreznos como tal, pero sí morritos asados. No hay fiesta que se precie sin una careta asada al vertical, o un trozo de chorizo fresco puesto a la lumbre. Del salchichón se ha hecho una especialidad, y de la verdura una seña de identidad. Borraja, cardo, espárragos, pimientos, coliflor, ajetes, alcachofas… Es la dieta riojana, que va perdiendo calorías conforme el trabajo diario se ha hecho más sedentario. Aunque no toda menestra conviene acabarla con un cordero chamarito al horno. Es domingo de celebración en muchas casas riojanas.

Ahí está el trabajo de Francis Paniego e Ignacio Echapresto. Ambos han jugado con la nueva cocina, y los dos están más convencidos que nunca que su gran técnico debe reflejar como llevan años haciendo el territorio en el que se encuentran. Paniego y Echapresto han refinado nuestro recetario y lo han hecho global. Lo han llevado a lugares insospechados, porque han recibido muy bien a todos los comensales que nos visitan, pero también han salido fuera para contarle a la gente lo que se está haciendo por aquí. “Este lugar (por Venta Moncalvillo) lo hemos heredado, y lo queremos seguir manteniendo como lo tenemos. Somos lo que somos hoy en día gracias a este entorno que nos hemos encontrado. Así que nosotros lo queremos mantener por lo menos como nos lo hemos encontrado, pero si encima podemos ayudar a mejorarlo un poquito, pues es fantástico”, reconoce el chef de Daroca de Rioja.

Que aquí hay productos que se pueden fusionar con éxito, como están haciendo en Ajonegro o Ikaro. Productos modestos como los guisantes, que brillan con sabores de otras latitudes para reconocer la dimensión internacional de la gastronomía riojana.

La identidad es la esencia del proyecto de Miguel Caño en Nublo. El juego de complejidad y sencillez marcado por el virtuosismo de un riojano que ha dado muchas vueltas a su idea antes de lanzarse a situar a Haro en el lugar que le corresponde. “No somos un asador, somos un equipo creativo”, advierte el chef jarrero. “Tenemos más metros cuadrados destinados ahora mismo al equipo que a los comensales”. Es como entiende que puede lograr lo más difícil en este negocio, que la gente vaya a un restaurante de alta cocina y vuelva, repita, y regrese una y otra vez para saber de primera mano qué se está haciendo. Él, como Francis, como Ignacio… todos son herederos de la cocina que han hecho sus familias en sus casas y que ahora son restaurantes.

Cocina callejera

Lo propio sobre las mesas más reconocidas de una gastronomía riojana que mantiene el tipo más allá de las estrellas Michelin. El nivel de exigencia es muy elevado, y por los siete valles se pueden encontrar restaurantes a los que acudir con garantía de éxito. Porque la gastronomía es un hecho cultural. Puestos a dar de comer, puestos a recibir a alguien, hagámoslo bien, como enseñan por aquí las madres. Compartir una mesa, unas chuletas dota de identidad. Sarmientos, parrilla, una ensalada y lo que se tercie para celebrar.

Así que a falta de lumbre, los riojanos se dan cita, en familia o en cuadrilla, en bares de Haro, Ezcaray, Santo Domingo, Calahorra, Arnedo… y por supuesto Logroño. Es la cocina callejera riojana un concepto propio. Se aprietan sobre la barra en hora punta, vuelan los pinchos por encima de las cabezas hasta llegar a su destinatario, los vinos se cruzan, las copas chocan, y las noches se alargan entre pinchos y vinos, conversaciones y risas, momentos que en los que la gastronomía se convierte en una fotografía fija para el resto de la vida. Gastronomía para todos los bolsillos, con reconocimiento dentro y fuera de nuestros territorio, como el Tastavín, el Sebas, el Perchas, el Soriano… y muchos otros.

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