Frío, vecinos octogenarios en su mayoría y poca clientela. Los inviernos a 900 metros de altitud son complicados, pero Rommy Richards se ha acostumbrado a la hospitalidad de las gentes de La Villa de Ocón, donde reside junto a sus dos hijos adolescentes. En octubre de 2019 llegó desde Las Palmas de Gran Canaria para coger las riendas del bar Hogar del Jubilado que gestiona la asociación de vecinos y desde entonces ha aguantado contra pandemia y nieves los vaivenes de la hostelería en la sierra.
Con cerca de un centenar de empadronados, a diario apenas duermen en el pueblo unas 40 personas. «Y de ellos, al medio día nos llegaremos a juntar en el bar unos ocho o nueve, a veces seis. Depende del día, pero a las tardes la afluencia baja», indica un lunes por la tarde al poco de abrir las puertas del local. Todo cambia llegada la Semana Santa y hasta finales de verano, pero mientras tanto toca hacer frente a unas instalaciones que solo se llenan durante el fin de semana.
«Lo peor se da desde finales de diciembre hasta finales de febrero porque son meses muertos y desde la pandemia todavía ha empeorado más la cosa. Cuando llegué por primera vez a este pueblo conocí a las mujeres que salían a echar su partida de cartas, pero ya ni eso. Ahora solo juegan en verano». Rommy es consciente de la huella que ha dejado el COVID-19 en el pueblo. «Muchos mayores han cogido miedo a salir, por no hablar de los que han fallecido en este tiempo. En estos casos, aquellos que se han quedado viudos se han vuelto a la ciudad, aunque también se ha dado el caso de un matrimonio que con la pandemia se ha venido a vivir al pueblo de fijo», añade.
La reciente cubierta de la terraza del bar con una cristalera desde la que se ve toda la Sierra de la Hez y el valle ayuda a hacer más llevaderos los inviernos en el pueblo, «¡y más cuando sale el sol!». Rommy, que agradece la buena acogida que ha tenido desde el principio («mis hijos se sienten en casa, no son los canarios») insiste en la enorme implicación del vecindario por mantener las puertas abiertas de este centro social de reunión.
«La gente disfruta viniendo al bar. Podrían quedarse en su casa al calor, pero quieren venir a echarse su vino o el café aunque eso puedan hacerlo en casa solo porque no quieren que el bar acabe cerrando sus puertas. Saben que para que el local aguante abierto deben darle cariño y lo hacen con mucho sentimiento. Porque lo que se ve en La Villa no se ve en otros pueblos incluso de este mismo valle. Yo aquí siento que todos son como una gran familia, con cuadrillas mixtas como yo las llamo, porque lo mismo se juntan los de 20 con los de 35 que con los de 50. Y les da igual porque están a gusto».
Sensaciones diferentes, reconoce Rommy a las que sentía en el bar de El Redal, donde estuvo unos ocho meses trabajando también de camarera. «Allí la gente que iba al bar era gente que venía de trabajo. Aunque fuera fin de semana, pero era gente que venía de Logroño a cuidar las viñas o la huerta que tiene en el pueblo por ejemplo. Aquí en La Villa es diferente, porque la gente que viene a pasar el fin de semana es para descansar y disfrutar, así que el ambiente también es diferente, con un trato más cercano. Aquí en La Villa todos acaban en el bar, es el punto de encuentro social».
Y en cuanto a la rentabilidad de un negocio como este, Rommy es clara: «Yo lo que hago es trabajar mucho durante el verano para poder vivir bien durante el invierno». Como las pequeñas hormigas. «A mí con que me dé para pagar la cuota de autónomos y la casa me es suficiente porque lo demás lo guardo para vivir. Tal vez no tendré para permitirme lujos, pero llega el fin de semana y la gente te responde. Por no hablar de la tranquilidad que tienes aquí y que no la tienes en otro lado».
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