La Rioja

‘Molan los 90’: con pinturas de guerra

Hace más de treinta años comenzaron los noventa. Sí, querido lector cuarentón de NueveCuatroUno, un saco lleno de años nos acaba de caer encima. Porque fuimos niños en los ochenta y adolescentes en los noventa, y ahora nos presentamos ante el espejo de nuestro deterioro físico sorprendidos por lo efímero que resulta todo esto.

Una especie de nebulosa mezcla recuerdos justo cuando nos preparamos para nuestra fiesta, cuando la gira ‘Molan los 90’ hace parada en Logroño para transportar al público asistente a la música de antes. Éxitos y melodías que toda una generación bailó en el Área 7, el Yoque o Palenke y que vuelven a conquistar los escenarios nacionales e internacionales una vez más. Será este 21 de octubre en La Ribera.

Celebremos bailando, por tanto, el haber salido adelante teniendo en cuenta que viajábamos sin cinturón en los asientos traseros de una DKW, que nuestros pueblos no tenían las calles empedradas y que en Logroño nos bañábamos, sin remilgo alguno, en las piscinas del Ebro. No existían entonces los parques infantiles acolchados, tampoco los patios de los colegios encementados. Todo era arena y gravilla, todo eran rodillas descarnadas y raspones cicatrizados a base de mercromina y algodón que provocaba más infecciones que otra cosa. Solo el que jugara todos aquellos años en el Ayuntamiento, entre sus porches, recordará la rugosidad de su superficie.

Sin embargo, las heridas eran el menor de nuestros problemas. Los raspones dolían, pero solo un rato. El dolor permanente lo provocaban las preguntas sin respuesta de las madres ochenteras: “¿Dónde te has dejado las canicas?” “¿A quién le has robado estos cromos?” “¿Por qué no me has dicho que tenías que llevar a clase la flauta?”. Puta flauta.

Así salimos de los ochenta con los anticuerpos entrenados. Estábamos genéticamente programados para jugar en los aledaños de la plaza de toros de La Manzanera, entre alguna que otra jeringuilla sospechosa, por eso los catarros tan solo se manifestaban ante el examen de turno, nunca cuando tocaba visitar la fábrica de leche Ram durante la Semana Cultural. El sueño oculto: a ver si tocaba en suerte alguno de esos chándals de un gris jaspeado que tanto se llevaban porque los daban en las tiendas comprando mucha leche de esta marca.

Aunque pronto llegaría a la ciudad el chándal ‘violador’. Sí, el de táctel, con ese forro interior blanco que manoseaba espacios hasta entonces solo de salida. Almacenes Salamanca, Miniprecio Murciano, Ecocentro y, para ir algo más vestido, La Diligencia vestían a la familia media logroñesa, desde el bebé hasta la abuela pasando por el padre con una de esas camisas de cuadros con bolsillo pechero que lo soportaba y lo sigue soportando todo, porque que hay cuestiones que nunca pasan de moda.

Los 90, ya lejanos, fue una década de cambios. Significativos. Pasamos del Beta al VHS, de la cinta al CD, de los recreativos a las sala de estar con la Master System. De dos canales a tener siete por los que pasearse sentados en el sofá. Del Don Burguer al primer McDonald’s en Logroño, ubicado en pleno Espolón. Fuimos abandonando con mucho desorden las salas de maquinitas, esos lugares en los que comulgar con los mayores del barrio, y también con el mismo Dios para librarse de algún lío que otro. Lugares como Play Time, Los Pérez, el Donald, La Avellana o los Ranvi, sin olvidar los de la Gran Vía, que tenían lo último de lo último, y a los que, como era nuestro caso, se acudía en las fiestas de guardar, cuando la abuela aflojaba un monedero más apretado que su moño, como buena serrana.

Llegó el Pizza Hut (que estuvo muy poco tiempo para nunca volver), Springfield y el Bocata de Gran Vía. Vestir, cenar y salir. Fue desapareciendo Digital Play, en donde hacían magia tecnológica para democratizar la música para que las 2.000 pesetas de paga- unos doce euros- dieran para que incluso comiera todo el instituto. Dejamos de cortarnos el pelo en donde Mena para sentirnos algo más modernos con Raúl en la peluquería del pasaje del Ayuntamiento, siempre sin olvidar de dónde veníamos. El barrio siempre salía a la hora de elegir peluquero. Jamás se hubiera entendido ponerle los cuernos al peluquero de confianza para buscar un corte más actualizado en donde Dymas.

Fue una década en la que comenzamos a tomar decisiones. La oferta existente de ocios se incrementó. Se pasó de tener una cosa de todo, a tener varias alternativas en cuestiones más que necesarias. Porque hubo un tiempo, hasta los noventa, en el que en el bolsillo sólo llevábamos agujeros para gestionar como se pudiera la paga del fin de semana. Los móviles se hicieron habituales justo cuando entró el nuevo milenio.

Con 2.000 pesetas daba para pasar el fin de semana y sobraba dinero. La cuestión central era elegir coche para apoyar las posaderas de toda la cuadrilla desde donde ver pasar el ambiente de La Zona. Se descubría, sábado tras sábado, una nueva realidad. Las lentas del Área 7 pasaron a un segundo plano. En Los Troncos servían los cachis de calimocho a 200 pesetas, además con bien de cacahuetes para ir empujando. Otras cuadrillas iban al Numancia, con La Rosa, santa como pocas. El Raúl concitaba el interés de los del kinito, y los recién llegados hicimos nuevas amistades en La Sidrería. Guardemos un minutos de silencio por todos estos lugares comunes. Feos, divertidos y muy baratos, que han desaparecido por culpa del incremento del precio de la vida. A Logroño se venía porque sus noches eran tan divertidas como asequibles. La llegada del euro cerró la década de los noventa y acabó de golpe y porrazo con noches inolvidables porque se volvía a casa con algo de dinero.

De La Zona a la Mayor, en la Cartuja, el Splash, el Paréntesis… lugares de primeros encuentros, los furtivos y también los oficiales. Adolescencias bien vividas a pesar de que alguno ya presumía de hacer litros en Las Gaunas, al otro lado de la circunvalación. Porque durante esta década se comenzó a construir un nuevo estadio, a desmontar el viejo y a darle la puntilla final al Logroñés, que jugó por última vez en Primera División en los noventa. Tiempos de cambio para tener dos de todo. Hacer litros en un nuevo Las Gaunas en construcción se puso de moda.

La ciudad se iba haciendo más larga, y un nuevo centro comercial “de esos” había llegado a la ciudad. “Eso no va a funcionar”, decían. “Está muy lejos”, indicaban los mayores. El Alcampo lo petó. Y hay quien todavía recuerda el Flunch y su buffet libre. Fue el inicio del fin de los cines tal y como los recordamos nosotros. ‘La lista de Schindler’ se vio en los Diana, hasta que un 8 de enero de 1998 se estrenó ‘Titanic’ en Logroño y las colas llegaron hasta bien entrado el parque San Adrián para ver a Leo Dicaprio y Kate Winslet en los Golem, con todas esas salas emitiendo al mismo tiempo esta película.

La Gran Muralla China de avenida de Colón nos acercó a la comida internacional. Fue el primer punto del Logroño exótico que está tardando en llegar. Porque el final, lo que por aquí gustaba era ir en familia a la San Juan a comerse un bocadillo de tortilla de patata donde El Mere y cerrar la noche con un helado en La Veneciana, que durante muchos años fue la única en la ciudad. Seguimos haciendo más o menos lo mismo, han cambiado los lugares, las ubicaciones, los precios e incluso los horarios, pero al final se gozaba tanto en los noventa como en estos años veinte, que dentro de unos años pasarán la revisión del tiempo.

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