La Rioja

De la tutela a la independencia: “Si no hubiera sido por los pisos, no sería quien soy”

Jennifer ha pasado por familias de acogida, centros y pisos tutelados

Nació en Andalucía, pero con cinco años llegó a La Rioja. “Mi madre se echó un novio y era él antes que sus hijas. A partir de ahí empezaron los problemas”. Jennifer Onieva tenía ocho años cuando por primera vez entró en un piso tutelado junto a sus hermanas: la pequeña, de tres años. Allí permanecieron un tiempo hasta que la opción de las familias de acogida se cruzó en sus caminos, eso sí, cada una por un lado. “No había ninguna que quisiera a tres niñas. Normal”.

Las hermanas de Jennifer viajaron cada una a un pueblo con diferentes familias, pero para ella no salió ninguna, así que otro piso le esperaba. “Estuve ocho meses, y la verdad es que todo fue bien. Había pocos niños y muchos educadores”. Tras ese tiempo, otro cambio. Una familia de acogida se interesó por el caso y Jennifer se fue a vivir a Lardero un año y medio, “pero no salió bien”. Ella quería estar con sus hermanas. “La pequeña era como mi hija y no estar con ellas me costaba mucho. No nos veíamos casi nada, solo en las visitas con mi madre, y yo lo pasaba fatal. Ellas eran mi mayor apoyo”.

En cada consulta con el psicólogo, Jennifer no dejaba de repetir una frase: “Yo no quiero estar aquí. Quiero estar con mis hermanas”, quienes, tampoco habían tenido buenas experiencias en sus respectivas familias de acogida y pasaron a vivir en la Residencia Iregua. Allí precisamente volvieron a encontrarse las tres. Uno de los sueños de Jennifer se había cumplido.

Tres años más tarde, ya camino de los 18 años, a la joven le propusieron trasladarse a un piso con su hermana mediana, “pero yo no quería al principio. Había estado en ‘resi’ -así se refiere a Iregua cariñosamente- y era mi vida, era genial y lloré un montón. Me daba miedo irme a un piso, pero lo hice”. Otro cambio que, aunque al principio costó, supuso un gran paso. “Aprendí a poner una lavadora, a cocinar, a limpiar, a bajar la basura… porque en Iregua prácticamente todo te lo hacían. Y me gustó mucho estar en pisos”. Por si esto fuera poco, Jennifer podía ir a ver a su hermana pequeña siempre que quería con la seguridad, además, de que estaba “en muy buenas manos”.

La vida en la residencia

Al principio todo fue muy raro. Era la primera vez que Jennifer convivía con treinta niños más y, aunque recuerda la experiencia con mucho cariño, también reconoce que “para los educadores en algunas ocasiones era un agobio. Todos le pedíamos a la vez nuestras cosas, teniendo en cuenta que los niños somos muy poco pacientes, y era un poco caos”.

Pero eso era lo de menos. Jennifer tenía un tutor con el que podía contar para todo y, lo más importante, a sus hermanas. “Todo fue genial, eso sí, también tenía mis castigos si la liaba o me portaba mal como si estás en tu casa. Iba a clase por las mañanas y por la tarde tenía academia de Inglés, que se me daba muy mal”.

La convivencia entre treinta personas no siempre era fácil, pero “nos llevábamos todos bien. Yo me movía más con los de mi edad, y aunque había momentos en los que discutías, hice muy buenos amigos”.

La experiencia del piso

Llegó el momento de volver a un piso, pero esta vez era diferente. Jennifer reconoce que al principio tuvo mucho miedo, pero el trasladarse a un mismo espacio con su hermana y una de sus mejores amigas de la ‘resi’ le dio confianza. “Volvía de nuevo como a empezar de cero y me costó. Se me olvidaba que me tocaba hacer la tarea que me correspondía porque era una vez a la semana. Por ejemplo: los martes te toca recoger la mesa, los miércoles hacer la comida…, y hasta que cogí el ritmo…”. Porque en un piso se hace de todo, “y menos mal, porque yo no sabía ni poner una lavadora”.

Pero también había momentos de diversión. “Los findes teníamos nuestros paseos hasta la hora que nos ponían y, dependiendo de cómo te ibas portando te dejaban un poquito más”. Jennifer recuerda que estaban en el piso siete niñas de su misma edad e hicieron piña. “A veces nos apetecía ver una peli a todas juntas en el salón y los educadores nos preparaban cena, chuches, helados… Otras nos metíamos en una habitación y nos contábamos nuestras cosas… El ambiente era muy bueno”.

Y con los educadores igual. Jennifer se acuerda de algún que otro momento en el que se enfadaba con ellos porque “me castigaban si había hecho algo mal, pero luego recapacitabas y veías que tenían razón. Ellos están para poner normas, como si estuvieras en tu casa con tus padres”. Aunque admite que siempre hay con un educador con el que se tiene más ‘feeling’.

Con casi 21 años, independizada y con su propio trabajo

A la pregunta de si ha sido feliz en la ‘resi’ y en su último piso tutelado la respuesta es clara: “Al principio pensaba que lo que me estaban haciendo era lo peor que me podía pasar en la vida, pero con el paso del tiempo vas madurando y te das cuenta de que si no llego a entrar a estos dos centros no sé lo que hubiera sido de mí. Ahora mismo no tendría lo que tengo ni hubiera aprendido todo lo que sé y lo más importante, no sería quien soy”.

Jennifer Onieva es ahora una mujer independiente a punto de cumplir los 21 años. Vive sola con el sueldo que se saca con su trabajo en la Fundación Diagrama; estudia segundo curso de un Grado Superior de Educación Infantil; y ya ha terminado otro Grado de Auxiliar de Enfermería. Lo mismo te cocina una sopa que un cocido o una tortilla de patata, “y todo me sale buenísimo”.

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