El Rioja

Candelabros en el valle del Cárdenas

FOTO: Fernando Díaz/ Riojapress.

Richi Arambarri y Raúl Acha nos esperan una mañana de septiembre a pie de viña en el valle del Cárdenas. Con el San Lorenzo como notario de su pacto con los ancestros del lugar, aguardan en un camino que hace las veces de entrada a un monumento escondido entre un mar de viñas. Por suerte, pese a la presencia de los romanos en la zona (Tritium Magallum), los candelabros de esta parcela no han sido descubiertos hasta hace bien poco y se fiaron de los fabricados en otros lugares como Tarento o la isla de Egina. Cosas de conocer el terreno que se pisa como conocían las anteriores gentes del Rioja.

Porque dicen que el saber no ocupa lugar, pero el saber sí puede llevarte a ocupar el lugar más idóneo. En 1912, según consta en el registro, se plantó esta viña que ahora sirve para rendir homenaje no sólo al terreno sino también a la labor del ser humano durante décadas. «Por encima del terroir o una parcela concreta, aquí rendimos homenaje a la persona que ha dedicado toda su vida al cuidado de la viña. No solo de esta sino de otras muchas, pero esta parcela en concreto era su favorita».

Esa persona no es otra que el padre de Raúl, Jesús, quien falleció hace seis años. Jesús Acha es ahora vigía de excepción de esa viña que hasta hace poco más de un lustro mimaba con las manos y que ahora se ha convertido en un vino blanco excepcional. «La viña te habla por sí sola. No hay más que ver semejantes monumentos», señala Raúl, quien cree que las uvas ofrecen más explicaciones por su aspecto que por lo que pueda decir él. «Estamos en el Alto Najerilla, a 600 metros de altura, y en un año con multitud de problemas para alcanzar grado y maduración en casi toda la denominación, aquí no ha habido ningún problema y a mediados de septiembre la viña ya está para vendimiar».

Foto: Fernando Díaz | Riojapress

La clave, dicen ambos, está en la mano del hombre en la viña, pero también en un terroir único que comienza en el arcillo ferroso y culmina en un suelo erosionado y meteorizado. «Se trata de una ladera en la que el paso de los años va dejando la pura roca madre solamente y la viña está metida dentro de la roca. Por tanto, hay muy poco suelo, mucha roca y mucha mineralidad, pero no por ello vamos a tener problemas de sequía».

El viñedo no llega a media hectárea (0,47), donde se mezclan las uvas tintas con las blancas como si fuera un irregular tablero de ajedrez. Para «hacer» el Jesús Acha sólo cogen las segundas. Obvio. La viura es la variedad mayoritaria, pero también encuentras jainas, malvasías, garnachas. «Si tú pruebas la uva te encuentras un espectáculo de sabor porque mantiene la acidez. Tienen una madurez perfecta, que te va a dar también la mineralidad, pero a pesar de ello tienes pH espectacularmente bajos. Eso es gracias a que su terroir es único. La viña se ha metido en las grietas de la roca y eso la hace tan fuerte que casi da igual lo que venga. Fíjate qué dos veranos secos llevamos (2022 y 2023) y aquí no hay un efecto de sequía que ves casi en tres de cada cuatro viñas», cuenta Raúl, quien destaca que es la propia viña la que ha buscado sus grietas.

«Son cepas que han explorado tantos metros cúbicos de terreno y que tienen raíces de tantos metros, que por eso tienen esa resistencia. Esto es viticultura absolutamente de secano y esta zona, aunque es alta, también es seca. No estamos en un lugar con suelos de retener mucha agua o que son muy fértiles, pero son muy buenos para la viña. Eso ya nos indica, para empezar, que aquí había vocación vitivinícola».

Foto: Fernando Díaz | Riojapress

De ahí, un hilo conductor para rendir homenaje a las manos que mecieron las cepas con una apuesta por el valle del Cárdenas, «donde no ha habido muchas bodegas», pero que ofrece un enorme potencial para vinos tanto blancos como tintos. Richi Arambarri lo tiene claro. «Jesús Acha puede hacerle la competencia a los grandes blancos de Borgoña porque sólo tenemos que creernos lo que tenemos. Esta es una viña con un suelo especial que tiene la capacidad de producir poca uva (alrededor de 1.200 kilos de blanco, aunque hay años de 500), pero de una calidad brutal. Elaborada con cuidado y con cariño (la mitad en una barrica de 500 litros y la otra mitad en una tinaja), puede competir de tú a tú con cualquier gran vino blanco del mundo».

Y así, cuenta el secreto de su receta para intentar viajar por el mundo «sacando pecho» con sus vinos. «Lo primero que tienes que hacer es seleccionar parcelas, elaborarlas por separado y poner en valor lo que son estas viñas. En el momento en el que cada vez haya más bodegas que nos lo creamos, haremos más este tipo de vinos para prestigiar aún más La Rioja y, por nuestra parte, este valle». Porque junto a las aguas del Cárdenas, tierra de famosas garnachas, Arambarri y Acha se han propuesto proyectar el futuro viajando hacia el pasado.

Su última ‘pedrada’, por aquello de meterse en esas grietas imposibles cual cepa centenaria, es un tinto con alma de blanco que recupera un concepto casi perdido al haberse dejado de elaborar: el ojo gallo. De viñas centenarias y parcelas de gran calidad nace un vino que aúna garnachas tintas (variedad mayoritaria) con tempranillos, mazuelos, viuras, malvasías, gracianos… «El concepto es recuperar una tradición en la que se mezclan tintas y blancas sin ponernos corsés. Aquí no estamos con un cinco por ciento de esto y un cinco por ciento de otro. ¿Qué más da que tenga un seis o un siete? Aquí antes se hacían maceraciones carbónicas con un veinte o un treinta por ciento de blanco».

Foto: Fernando Díaz | Riojapress

Por eso, prosigue Richi Aramabarri, se han propuesto «respetar» primero la tradición y, segundo, la impronta y el estilo. «Aquí, tradicionalmente, se mezclaban las blancas y las tintas en el lago. En la viña, también, por supuesto. En la plantación ya existía el concepto de que el vino se hace en la viña y por eso ya iban juntas al lago. Así se hacía un tinto con una maceración ligera y corta porque no se quería hacer un tinto estructurado con concentración y con color sino justo lo contrario. Nuestros abuelos y bisabuelos querían un tinto fresco y ligero, no un vino espectacular de mineralidad, rico, sabroso…».

Gracias a la mezcla de variedades de las espectaculares viñas del valle, unida a la corta maceración, los chicos del pacto con sus ancestros han logrado su «tinto con alma de blanco» en el que la nariz te lleva a los aromas frescos y en boca tiene la virtud de que el tanino no molesta. «Antes era normal hacer este tipo de vinos, que aquí se llamaban ojo gallos, y cuya tradición se perdió». Y en recuperar tradiciones perdidas andan Richi y Raúl después de su citado pacto con los ancestros. «En los 70, en esta zona, habría más de doscientos cosecheros en esta zona que hacían su vino. ¿Cuántos cosecheros hacen hoy vino aquí? Al final eso es un estilo que se ha perdido, pero que antes era habitual».

Todo surgió, como casi todo, de una conversación casual. En este caso, con su padre, quien desconfiaba de la calidad de los tintos de Badarán. Entonces recordaron que el abuelo hacía un «ojo gallo» que sí les gustaba tanto a su bisabuelo como a su progenitor. «Desde entonces lo teníamos en mente y lo que más orgullosos nos hace es recuperar una tradición olvidada de nuestra zona. Porque si tú vas a San Vicente, mucha gente no sabe lo que es. En la Sonsierra también se hacían maceraciones carbónicas con mucho porcentaje de blanco (alrededor del veinte o el treinta por ciento) para buscar cierta frescura y facilidad de beber, pero la terminología no era la misma».

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