Crisis del Coronavirus

Cuando el que te vacuna tiene galones

Son las diez de la mañana y en el Centro de Salud de Haro hay fila para la vacunación. Estos días se ha vuelto a notar un pico con la noticia de que a los mayores de 18 años puede administrarse la tercera dosis, y otros llegan porque ya han pasado las cuatro semanas desde que estuvieron con COVID.

En su mayoría es la tercera vez que pasan por el mismo proceso: subirse la manga de la camisa, cerrar un poco los ojos y luego esperar diez minutos y salir por la puerta del consultorio médico, de vuelta a casa, al trabajo o a seguir con el paseo diario.

La diferencia entre esta tercera dosis y las dos anteriores ha sido que en algunos de los casos no han sido sanitarios civiles los que han puesto la vacuna, sino militares. Empezaron a vacunar justo pasadas las navidades. Tres unidades móviles compuestas por tres personas cada una. En todo el país ya han sido 250.000 vacunas las que han puesto estos grupos en diferentes comunidades.

El objetivo de su llegada a La Rioja fue descongestionar, en parte, el trabajo del personal de enfermería que se está dando la piel desde hace ya más de un año con el proceso de vacunación. Su destino, en principio, ha sido el Centro de Salud de Haro, el de Nájera y el de Calahorra, aunque su disponibilidad fue siempre «estar donde nos necesiten».

Así lo cuenta el capitán Alejandro Alonso Martínez, Jefe de Unidad de Vigilancia Epidemiológica de La Rioja. Y es que esta tarea no ha sido la única que han desarrollado en La Rioja. Las necesidades y las olas han obligado a que se tenga que contar en varias ocaciones con ellos. «Calculo que habrán pasado por este tipo de tareas desde octubre de 2020 en La Rioja unos cien militares entre los rastreadores y las unidades móviles de vacunación».

Y no sólo han llegado del Batallón de Helicópteros de Agoncillo. «Todo ha dependido de la demanda, según iban viniendo las olas. En principio lo tratamos de asumir con el personal de nuestro propio batallón y luego en momentos más álgidos tuvimos que pedir apoyo de militares de otras unidades. Al principio fueron del País Vasco y ahora, en la sexta ola, han venido de Pamplona, Madrid y Ciudad Real», cuenta el capitán Alonso.

Y es que esta ha sido la de mayor trabajo de rastreo. «La gente podía pensar que no llamábamos, pero hemos multiplicado por seis los números de cualquier ola anterior», explica. «Llegó un momento en el que, además de los positivos en PCR, tuvimos que asumir también las llamadas de positivos por test de antígenos y se desbordó todo», detalla.

«Si en las anteriores olas teníamos 400 contagios en días muy puntuales, esta Navidad tuvimos muchos días en los que superábamos por mucho los mil contagios; el rastreo en la sexta ola ha sido muy complicado, íbamos con ocho días de retraso y para cuando llamábamos, mucha gente estaba a punto de terminar el aislamiento».

Con la vacunación la sensación no ha sido la misma. Normalmente se cogen listas de entre 200 y 250 personas y se van llamando. Del trabajo de gestión se ocupa el Centro de Salud, ellos llegan a dar el pinchazo y la relación con la gente es mucho más cercana que a través de un teléfono.

«Creo que si de algo ha servido esta misión es para que la gente nos vea con otros ojos», dice reconociendo que ha habido dos fases en todo este tiempo. «Los primeros días la gente nos veía entrar en el CIBIR y se asustaba, yo creo que se preguntaban pero, ¿qué hacen estos aquí?», luego todo ha sido diferente. «Se acostumbraron a vernos y la gente siempre ha sido muy amable, tanto los compañeros profesionales de los centros de salud donde hemos trabajado como los ciudadanos». En Calahorra a la última unidad se la despidió con una botella de champán. Un brindis por la colaboración conjunta.

«Nosotros venimos a echar una mano porque sabemos que los sanitarios están agotados y es un tipo de operación que está contemplada dentro de lo que hacemos habitualmente. Se llaman misiones de apoyo al personal civil, pero esta vez en vez de hacerlas en el extranjero las hemos hecho en territorio nacional, que era donde se nos necesitaba», explica el capitán acostumbrado a realizar estas mismas funciones en otros países del mundo.

Los militares que llegaron de otras comunidades también se han ido encantados con el trato riojano. «Muchos me han transmitido que nunca en la vida se habían sentido así, en ninguna otra de las misiones en las que habían participado», recuerda. Dejaban a sus familias durante cuatro o cinco semanas, trabajando de lunes a domingo… «Sólo podíamos facilitarles aquí su estancia. Primero estuvieron en aparta hoteles; cuando vimos que la cosa no era para cuatro días se empezaron a alojar en la base de Agoncillo, donde además era más fácil gestionar y aislar en el caso de tener positivos».

Porque también ha habido positivos entre ellos. «Intentábamos cuidarnos al máximo para seguir haciendo nuestro trabajo. Éramos muy conscientes que especialmente los rastreadores éramos la primera línea de contención de la pandemia: si hacíamos bien el trabajo, había menos contagiados. No podíamos prescindir de nadie», explica.

Quizás algunos no hayan variado un ápice su visión de las Fuerzas Armadas tras la pandemia, pero la mayoría de las personas que han tenido que tratar con la UME en los peores momentos, con los rastreadores o con las unidades móviles de vacunación, ahora han comprobado que su trabajo «no es únicamente estar preparados para ir a una guerra».

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