CARTA AL DIRECTOR

‘Michael Robinson. Uno de los nuestros, uno de ellos’

He visto el obituario de Michael Robinson y me he quedado petrificado. Tenía yo unos nueve o diez años cuando lo conocí. Éramos abonados y veíamos los partidos de pago —la de veces que he experimentado con meter y sacar la llavecita del decodificador, a ver si funcionaba—, y, cita obligada de los lunes lloviera o nevara con, ‘El día después’. Aparte de ver cosas divertidísimas de la fauna que poblaba los estadios noventeros, hacían un análisis razonado de las jugadas polémicas y ciertos apuntes tácticos que daba el propio Robinson que me hacían sentir como si estuviesen a punto de darme el título de entrenador.

Pero no todo era tan maravilloso. Por el maniqueísmo de mi tierna infancia, Michael Robinson siempre fue un enemigo. Mi equipo era —es y será hasta después de convertirme en zombi— el Logroñés. El Club Deportivo. El de toda la vida. Y no solo era mi equipo porque era el de mi tierra, era mi equipo porque representaba unos valores con los que siempre me he identificado. Porque podías tener a un Poyatos, a un Iturrino, a Paco Antón o a Juan Carlos Herrero jugando en Primera División. Cierto que el Barça del Dream Team daba miedo —sobre todo Laudrup, ese tipo que corría por un barrizal y parecía que estaba a punto de ponerse un esmoquin, como James Bond—, pero esta cuadrilla nuestra que al bajarse del autobús parecía el turno de noche de la desaparecida Tabacalera les plantaba cara. Vendía la pelleja bien cara y más de una vez logró forzar una ayudita arbitral para no dar la campanada.

Pues bien. A mi edad, siendo riojano y del Logroñés hasta las entretelas, era buen conocedor de la rivalidad con el Osasuna. Y Robinson es otra de esas ideas que —ahora ya para siempre— estarán ligadas a Pamplona, como el busto de Hemingway, los sanfermines, o el estadio del Sadar (al que nunca llamaré por el nombre del patrocinador. Ese estadio siempre será el Sadar). Es cierto que, visto con la perspectiva de mi mediada treintena, el Logroñés era un equipo estrambótico. Un equipo que a muchos periodistas arregló más de una crónica del fin de semana, y más de dos. Pero cuando tanta gente hablaba de lo mismo y jugaban con ese tono entre empático y tierno, más la mofa bufonesca, empecé a interpretarlo como ofensivo.

Por ejemplo. En la temporada 93-94, el Logroñés lucía a la espalda un rectángulo blanco donde encajaba el dorsal, y a alguien se le ocurrió dejar los números blancos, apenas perfilados por líneas no especialmente gruesas. ¿Qué ocurría? Que bajo la luz de los focos no se distinguía el número ni por asomo. Es cierto que Nacho Lewin y el mentado Michael Robinson hicieron la observación educadamente, y además con fines constructivos, pero yo, que empezaba a estar harto de esos comentarios venenosos sobre el estado de Las Gaunas, de los manguerazos del Trejo —otro de esos héroes blanquirrojos que dio muchos puntos sin meter ningún gol—, o de Agustín Abadía y su incipiente metrosexualidad… me harté. Durante meses, o años, me seguía gustando y veía cosas interesantes, pero, cuando hablaban del Logroñés, me volvía a enfadar (porque normalmente era volver a incidir en lo mismo). Por ejemplo, el gol que nos metió —sí, a mí también me lo marcó— un tal Mijatovic, que cogió un balón suelto allá por Teruel y lanzó un misil que se coló en la portería de Lopetegui. Aún me acuerdo de verlo corriendo hacia atrás, cayendo de cualquier manera, con la gorra volando sin control.

En ‘El día después’, no sé las veces benditas que lo pusieron y repitieron, avivando más mi animadversión hacia ellos.

Y así transcurría mi vida y esta relación de rivalidad que rozaba la enemistad, hasta un partido concreto. Un Sevilla-Logroñés que acabó 4-1 con un hat-trick de Suker, al que ya se le veía que iba para crack. Nada nuevo bajo el sol… hasta el minuto 75. En un córner a favor, el Logroñés terminó con nueve. Increíble. Salenko va a sacar el córner. Que si el juez de línea no está conforme, segunda amarilla y expulsado. Va Iturrino. Vuelta a empezar con el linier. Segunda amarilla y con nueve. Nacho Martín, y con toda la razón, le cantó las cuarenta al autor de semejante ignominia —que en su expediente habrá quedado como una medalla al mérito—, un tal Esquinas Torres.

En ‘El día después’ se hicieron especial eco. Aimar sin dar crédito. Markovic sacando por fin el córner con un patadón y un insulto en serbio… y lo que se me quedó grabado en el alma eran las lágrimas de Iturrino. Con nueve años, ver llorar a un adulto era uno de los signos del apocalipsis: o había muerto alguien, o pasaba algo gravísimo. Además, Iturrino siempre fue uno de los míos. Me hice sangre en un dedo, porque al verlo, de los nervios, me mordí una uña hasta más allá de lo tolerable. Si en ese momento me hubieran nombrado ministro de Justicia, Esquinas Torres estaría todavía colocando traviesas de tren entre Laguna de Cameros y Munilla. Me tatuaré en el pecho el rostro del valiente colegiado que deje con nueve al Real Madrid o al Barcelona en un córner a favor. Se suspende el partido, la Liga… y hasta el Mundial.

En ese momento, volví a conectar con Robin. Siendo rivales —y lo rivales que éramos, y somos, y seremos, pero deportivamente. Vale de puñetazos por un balón—, no hizo leña del árbol caído, aunque podría haberlo hecho. Podría haberse encogido de hombros y haber soltado un “cosas de la vida”. Podría haberse reído con ganas, pero no. Se llevó las manos a la cabeza —manteniendo su flema británica y la neutralidad que le exigía su profesión—, y clamó por justicia. Estoy convencido del impacto que tuvo que un osasunista, y más un tipo con la fama que tenía Michael Robinson, se posicionase a nuestro favor, a la hora de recurrir. Finalmente, les quitaron las tarjetas a ambos. A Salenko le dio igual, porque cumplía ciclo de amonestaciones. El bueno de Lutxo Iturrino estuvo en Las Gaunas siete días después. Y encima ganamos.

En ese momento no lo valoré, no me di cuenta del carrusel de ideas que cruzaron su mente. No era una cuestión de Logroñés, de Osasuna, de Celta o de Valladolid. Era una cuestión de justicia, y era una cuestión de honor entre equipos pequeños. Los que estábamos condenados a sacar rendimiento de cada gol y sacar oro con cada punto, deberíamos guardar una camaradería, si no cariño —porque al fin y al cabo estamos condenados a pelear y a discutir —sí que una cordialidad, una empatía de compañeros de fatiga.
Y es por eso que al ver el obituario y, por ende, todas las muestras de afecto, más afectuosas o más de postureo, hay una idea que conectó el año noventa y cuatro con el 2020. Robinson se lleva ese acento, esas paridas con Ramos Marco o con Lobo Carrasco, los reportajes de Informe Robinson… y otra forma de entender el fútbol que por desgracia ha desaparecido en pos de tanto hooligan disfrazado de periodista. Para él se queda lo que disfrutó el día que, yendo 1-4 perdiendo contra el Madrid en Las Gaunas, metimos dos goles en un momento e hicimos pedir la hora a un campeón de Europa, con Sanchís, Hierro, Zamorano y compañía.

Así que, aunque Michael Robinson siempre fue uno de ellos, un rival, un enemigo, en cierta manera, era uno de los nuestros, de los pequeños, de los pobres, de los poco talentosos que tienen que bruñirse cada mérito con un esfuerzo descomunal. Sea como fuere, veintidós tipos en calzoncillos nos pueden hacer ser los más enquistados rivales y, sin embargo, cuando pasa algo así, devenir una sensación de vacío, de pérdida.

Michael Robinson. Era uno de ellos, pero a la vez, uno de los nuestros.

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