CARTA AL DIRECTOR

Oda al campo… o a lo que queda de él

FOTO: EFE/ Fernando Díaz.

¡Otra vez los tractores! Inmensas moles de hierro bloquean las ciudades tratando de hacerse escuchar, dinosaurios que reclaman su hueco y alzan su lucha, o al menos el poder emprenderla en igualdad de condiciones. El campo está intentando ponerse en pie en este último asalto. Toneladas de acero que rugen tras años de labor, cansado y abatido, se encuentra solo… y nos busca con la mirada: “¿Es que no vais a ayudarme?”.

Yo nunca supe que era “de pueblo” hasta que salí de él para estudiar. Supongo que esa fue mi primera crisis de identidad. ¿Qué? ¡Yo no soy pueblerina!, ¡si vivo a 5 minutos de una ciudad grande! Ya ni te cuento si tu familia vivía del campo… ¡apaga y vámonos! ¡El catetismo en su mayor esplendor! ¡Era una paleta de manual! Así que me desprendí de todo aquello que me emparentase con el campo. Todo lo que había estado tan intrínseco en mí 30 años atrás, lo dejé morir. Porque me lastraba, he de admitir. Había que ser de ciudad, o al menos intentar aparentarlo. Pero conforme van pasando los años, una descubre que el campo es innato. ¿Cómo voy a sacar de mí los recuerdos de las ovejas pastando en nuestro jardín cuando se le escapaban al pastor? ¿Acaso puedo olvidar a qué huele el campo en verano o el sonido de las abejas en los frutales? ¿La tranquilidad del gallinero un día de lluvia? ¿Y las abuelas paseando juntas y sentándose a la solana hablando de sus quehaceres? Ese sonido sí que lo echo en falta. La España vacía dicen… ¿sabemos lo que eso significa realmente, amigos?

La vida rural nunca se ha puesto en auge, al menos hasta hace poco. Ahora resulta que ir a pasar el fin de semana a un pueblo para comer un plato de caparrones está de moda. Incluso a la gente de ciudad le da por hacer “rutas por el monte” y se atribuye la frase “¡Aaaaaah! La vida en el pueblo, lo mejor”. E incluso añaden todo tipo de emoticonos para describir en los pocos caracteres que permite la publicación todas las actividades que han hecho. Y ya ni te cuento si los susodichos también deciden hacer “asado” ese día. ¡Acabáramos! Entonces sí que se convierten en los auténticos gurús del snobismo rural (como si lo hubieran inventado ellos solitos) y no ven el momento de llegar a la oficina el lunes por la mañana para contarlo y colgarse la medallita.

Mis ojos no dan crédito, mi niña interior se hace chiquitita por dentro y se refugia en lo más profundo de sus recuerdos, tratando de entender, pues me hallo muy confundida. La vida de pueblo se ha convertido en algo aspiracional, pero seguimos mirando por encima del hombro al que lo habita. Nos gusta ir al monte, pero no damos crédito ni valor a quien lo trabaja. El campo sí, pero al agricultor que le zurzan. Les gusta el pueblo para verlo en foto, pero no soportan la vida rural porque “ahí no hay vida, te mueres de asco entre semana”.

Y me retuerzo por dentro porque aquellos que lo señalaban tan despectivamente han emborronado el cuadro, olvidándose de su historia. Después, han pintado cuatro trazos encima de él y con toda su cara dura han firmado la obra maestra tapando al anterior autor. Como si el campo existiera solo desde que van ellos a pasar el fin de semana y lo hubieran salvado. Y otra fotito para Instagram. Señores, ¡pero adónde vamos a llegar! ¿Es que no entendéis lo que está pasando?

Y es entonces cuando aparecen todos esos personajes de mi infancia en mis recuerdos: mi campo, mis animales, las tardes de lluvia en verano escuchando a los mayores, mis abuelos, ¡ay, abuelos cuánto sabíais y cuánto nos enseñasteis! Y yo les pido perdón, perdón por la incoherencia de esta sociedad egoísta y ciega, esta misma sociedad que aún se sorprende porque “¡no sabía que tanta gente tenía un tractor!”. Claro, si es que habéis silenciado tanto a la gente del campo que no sabéis que son quienes os alimentan, os dan de beber y gracias a la cual podéis fardar de fin de semana. ¿O es que las chuletillas que ustedes comen aparecen por generación espontánea? Pues sí, señoritos, miles y miles de tractores. Y estos días cuando iba a trabajar y los veía y los oía rugir por nuestras calles sentía un orgullo que no podría describir con palabras, y cuando miraba a esos agricultores no podía evitar pensar en mi padre, en mis tíos, en mis abuelos… y las lágrimas me inundaban los ojos. En gran parte porque les hemos fallado. Todos y cada uno de nosotros. Estoy harta de leer la frase “el campo se muere”. No señores, no se engañen, ¡al campo lo están matando y nadie le está defendiendo!

Aquel señor que de sol a sol cuida sus frutales, sus viñas, su campo y sus animales. Que temporada tras temporada tiene más leyes nuevas que cumplir (que ya cumplía todas, pero ahora han aprobado otra más y solo por esa no puede cultivar este año a no ser que cumplimente no se qué papel) y más aplicaciones que descargar, productos que comprar (encarecidos hasta un nivel insostenible). Todo esto mientras trabaja de sol a sol, sin margen de maniobra y con lo justo para terminar esa campaña, con suerte si se la pagan (que esto no siempre ocurre) y el precio cubre los gastos mínimamente.

¿Os imagináis? Y todo ello con un clima que poco acompaña y con burocracias que ahogan cada año más, sin olvidarnos de que tiene que contratar asesores fiscales, topógrafos, asesores fitosanitarios, … madre mía, si aquí hay más gente que en Eurovisión. ¿No es de locos? Agenda 2030, dicen. ¿Y todo para qué? Si después ese producto lo importaremos a un precio más competitivo de otro país (pero en este caso con dudosa aparición de las actuaciones estelares anteriormente mencionadas, ejem ejem), y nuestros agricultores y ganaderos mientras tendrán que enfrentarse a otra campaña que va tan en declive como el valor de su producto. Menos margen para el agricultor y más encarecimiento de los gastos de la campaña. A mí esto me sale en negativo, no sé a ustedes.

Pero no enrevesemos la historia ni nos dejemos llevar por el titular fácil: la Agenda 2030 es necesaria y no creo que haya nadie más interesado en cumplirla que una persona que vive por y para el campo. No se me desorienten. ¿Que se oponen a la digitalización, decís? Pues teniendo cada vez más jóvenes agricultores (por ende, ávidos usuarios del smartphone y demás aplicaciones) se pueden ustedes imaginar que tampoco vendrá de ahí el descontento, digo yo.

Estamos ante un sector que ha ido cediendo y amoldándose a la burocracia europea y la consecuencia es que hoy en día sobrevive precariamente y en parte “gracias” a las artificiosas subvenciones (a alguno ya le irá sonando la palabra PAC después de tanta pancarta) y no por lo que vale su producto. Lo que a ojos de unos parece una bondad, para otros es una manzana envenenada. Una vez dentro del plan tienes que regirte por sus amordazantes normas y tratar de mantenerte a flote. Algo casi imposible, ya que bajo la promesa de una ayuda te quitarán todo lo demás. Rendirse… no, parece imposible. Todos estos años cuidando de lo que tanto les dio, la derrota no es una opción. ¿No?

Nuestro campo arrinconado, solloza y pide auxilio. Amigos míos, si él se rinde, estaremos frente al último vestigio de cualquier tiempo mejor. La extinción de la última generación de agricultores y ganaderos dará paso al monopolio del campo; la última pieza del puzzle que les faltaba por controlar. Llegarán Megalodones que comprarán tierras en masa, a un precio irrisorio (¿devaluado durante todos estos años a propósito?) y aplastarán a cualquier pequeño superviviente que se mantenga en pie.  Puesto que el campo es el futuro, ¿quién mejor que ellos para controlarlo? Y entonces sí que tendremos un mundo “verde”, sí, pero sobre todo distópico.

Y después de todo, aún la gente se preguntaba: “¿Pero estos para qué se manifiestan?”. Mi querido campo, me queda bastante claro: parece que has sido sólo un lugar al que ir a hacerse fotos los fines de semana. Lámete las heridas y levanta muchacho. Total, aunque te quejes, ¿quién te va a ayudar?

*Puedes enviar tu ‘Carta al director’ a través del correo electrónico o al WhatsApp 602262881.

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