Solo una de cada diez empresas familiares sobrevive a la tercera generación. El relevo es uno de los grandes retos a los que se enfrentan las empresas y comercios locales, y es que aprender a soltar el negocio y dejarlo en las manos que vienen no es nada fácil. El ‘traspaso de poderes’ requiere mucho trabajo previo y una gran capacidad de transmitir y motivar a las nuevas generaciones para que se den cuenta de que ellos son el futuro de la empresa familiar y los que mejor pueden aseguran su continuidad.
María Flor Ramos y Jesús Nicolás abrieron la pastelería Ramflor en 1979. No hace mucho que se han jubilado, pero actualmente en el obrador las manos de otro Nicolás salvaguardan «todo el sacrificio que mis padres han puesto para sacar adelante un negocio que merece continuar». David trabajaba como inspector de calidad en Arluy, pero ciertas desavenencias con el jefe le hicieron volver a esa pastelería donde tantas veces había estado ayudando a Flor y Jesús.
Como él dice «lo he mamado», pero durante años se ha formado para continuar con lo que hoy le apasiona. «Sigo porque le veo la productividad y me gusta mucho lo que hago. Trabajo de forma muy manual recuperando técnicas antiguas y utilizando mucho el kilómetro 0. Busco la identidad del producto, parto desde la materia prima y creo las bases para mantener el nombre de una pastelería de autor y de calidad».
Pero todo no es de color de rosa. David reconoce que el dedicarse a un negocio pequeño supone sacrificar tu vida y tu salud. «Dedicamos demasiadas horas, pero el amor por lo que haces lo compensa. La gente te felicita y te da la enhorabuena por el trabajo y ahí te das cuenta de que lo que haces te gusta mucho más de lo que pensabas». ¿El problema? La falta de ayudas. «Es una pena que las administraciones no reconozcan y apoyen un negocio que tiene más de 45 años, donde se trata muy bien al producto riojano y vendemos La Rioja fuera de nuestras fronteras. Los negocios pequeños tendríamos que ser la bandera del territorio».
Rossana Lumbreras abrió su pequeña carnicería con ayuda de sus padres hace 47 años en un local de 22 metros cuadrados. Su padre criaba terneros, y el negocio era una buena vía de venta del ganado. Con esfuerzo pudo trasladarse a un espacio más grande donde también empezó a trabajar su marido. Allá por 2018 este se jubiló, y Rossana cayó enferma. Pero Pilar Nalda no se lo pensó dos veces y «cogí el relevo generacional».
Confiesa que le encanta. «He nacido en el mostrador, adoro la carne y ahora más, sobre todo el mundo del elaborado con ella». Pero había algo que Pilar no estaba dispuesta a afrontar. «Mis padres siempre han trabajado mucho y han desgastado su cuerpo, así que aposté por hacer un equipo de personas con gente externa a la familia para poder vivir mejor aunque ganara menos». Y parece que funciona.
Cristina Insausti comparte con Pilar el amor por su trabajo. En su caso bien podríamos decir que es vocacional. «De pequeña siempre estaba en la plaza con mi madre, Angelines Velilla, me ponía el delantal y gritaba a los cuatro vientos que quería ser pescadera». Su padre, Víctor Insausti, le animaba a estudiar, pero la pasión por el negocio ganaron la batalla.
La pescadería, allá por 1942, la regentaban sus abuelos, después su tío y su padre y ahora le toca el turno a Cristina. «Reconozco que mi padre me lo dejó todo muy hecho. Un negocio con buen nombre y buena reputación». Pero la cuestión es mantenerse y mejorar. «Mi objetivo es continuar con el buen hacer de mi familia y, por supuesto, intentar mejorarlo». Para ello ha implantado el servicio a domicilio, «que antes era impensable», y lucha por captar a clientela más joven, «difícil teniendo en cuenta que el pescado no es lo que más consumen».
Esta joven reconoce que es muy sacrificado, «y cuando quieres irte de vacaciones, aquí tienes que quedarte». Por ello quizás entiende a otros de su generación que deciden no continuar con el negocio familiar. «No es cerrar, irte a casa y hasta mañana. Hay que estar pendiente de pedidos, hacer números, y seguir dándole a la cabeza».
Matías Jadraque comenzó su negocio en 1985, cuando Omar ni siquiera había nacido. A día de hoy, si no fuera porque su hijo ha cogido las riendas del negocio, estaría pensando en cerrar. Con 31 años, Omar admite que desde pequeño le gustaba lo que hacía su padre y decidió estudiar ADE para poder llevar las riendas de lo que «hoy es mi vida».
Los empleados que todavía siguen en la empresa recuerdan como este joven de hoy 31 años correteaba por los pasillos de la tienda cuando era pequeño. Actualmente también lo hace, pero «con la responsabilidad de continuar con la empresa, mejorarla día a día y actualizarse al ritmo del mercado».
Omar confiesa que entró al negocio familiar con 23 años y hasta dos años después las dudas se agolpaban en su cabeza: «¿Podré con esto?, ¿de verdad quiero estar aquí?». La experiencia y el trabajo diario le dieron la respuesta: había tomado la decisión correcta, eso sí, no iba a ser nada fácil. «Lo bueno es que te encuentras con algo ya hecho, pero tienes que ganarte la confianza de los empleados y los clientes, y eso hay que hacerlo despacio y con mucho tacto». La táctica ha funcionado y «hoy en día puedo decir que, cuanto más aprendo, más me gusta».
En la Plaza de Abastos de Logroño afila el cuchillo Íñigo Terroba. Los abuelos empezaron con el negocio de la carnicería, y desde hace más de treinta años la regenta Luis, su padre. La idea de este joven no pasaba por seguir el negocio familiar, pero cuando se quedó sin trabajo su padre le ofreció entrar a la carnicería. «Empecé, me gustó y aquí sigo muy contento».
Íñigo se ha criado en la plaza y cuando era más joven, alguna Navidad y fechas concretas, ayudaba en el puesto a Luis, así que ya conocía el panorama. La palabra sacrificio también sale de su boca, sobre todo cuando explica que lleva bastante tiempo sin vacaciones. «Me las podía haber cogido, pero al final siempre te quedas ayudando». Quizás sea por agradecimiento. «Es un orgullo haber aprendido un oficio que te enseña tu propio padre, que por cierto, ha tenido mucha paciencia conmigo». Reconoce que al principio los clientes «no querían conmigo», pero Íñigo ya se ha hecho con el negocio y tiene su clientela fiel.
Belén Lázaro abre cada mañana la mercería que sus padres, Vicente y Ana María inauguraron hace 50 años. Junto con su hermana han pasado horas y horas entre cajas, jugando al escondite en el almacén y ‘cotilleando’ todo lo que llegaba a la tienda. Hoy son ellas las que llevan las riendas de un negocio que cada vez se antoja más difícil «por las compras de Internet y la falta de clientes jóvenes». Vicente sigue entrando cada mañana por la mercería en su paseo matutino, «y cada día le veo la cara de felicidad y orgullo al ver que sus hijas siguen con el trabajo por el que él tanto apostó».
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