El Rioja

La maturana tinta, una hermana pequeña con personalidad propia

En un pequeño alto en las llanuras de Quel, aireada por el cierzo, Roberto Herce cuida con mimo desde hace años media hectárea de maturana tinta. Allí, en el límite en el que más allá la uva ya no es uva, y con el Isasa como espectador impasible de un tiempo que a veces no comprende, comienzan, en familia, una vendimia de precisión. Racimo a racimo, casi grano a grano, van eligiendo lo mejor que da una finca arrinconada por los cuatro costados por tempranillo, olivos y almendros. Es el término de La Jabalina, un lugar a 625 metros de altitud, un paraíso natural desde donde se divisa el imponente territorio que transita al otro lado del Cidacos que durante siglos ha visto como el vino era parte de la historia de un municipio marcado por las vicisitudes pero también por los logros compartidos.

Una mañana completa de cajones blancos que se suceden en las hileras. Allí esperan las manos expertas de una familia dedicada al mundo del vino. Tres generaciones recorren las filas, primero ojeando, luego tocando y después recogiendo lo cuidado a lo largo del año. Cada cepa tiene su tiempo. No hay prisas que valgan. Roberto les va haciendo carantoñas con las manos cansadas de una vendimia complicada que le aleja cada día de casa, desde la madrugada hasta el anochecer, desde hace más de un mes. Las diferentes altitudes en las que se encuentran sus viñas alargan los días y las semanas porque todo se recoge en el momento más preciso. Sin urgencias, con la pausa que requiere encontrar esas uvas excelentes para producir los mejores vinos.

La maturana tinta es como la hermana pequeña del resto de variedades de Rioja. Con personalidad propia, bien diferente a sus parientes más cercanas. Desde tiempos remotos utilizada para complementar color y estructura, desde hace unos años va recorriendo su propio camino. De brotación tardía que la resguarda de las posibles heladas a semejantes metros de altitud pero de maduración rápida, esta variedad es la pequeña del hogar de las variedades en Rioja. Lo es por la poca producción que de ella se saca (poco más de 200 hectáreas en Rioja y posiblemente en todo el mundo) y lo es porque su grano menudo y sus racimos separados la convierten en una interesante variedad que está sucumbiendo a los paladares más exigentes.

Variedad autóctona, de casa, de las que se conocen con profundidad a pesar de ser casi testimoniales, de las que ya elaboraban los abuelos de los abuelos de los viticultores del lugar, que fue desapareciendo hasta casi extinguirse y que ahora brilla tanto o más que el azul negruzco de sus bayas.

Conocida como el cabernet riojano, todo apunta a que procede de una variación genética de variedades de suavignon y castets. Algunos no se acordaron de ella durante décadas, históricamente se utilizaba para el ‘coupage’. La «uva medicinal», la llaman otros, porque siempre ha servido para «curarlo todo». Roberto conoce todos sus secretos, que son muchos y la experiencia de trabajar con ellas durante años le hace permitirse el lujo de adelantarse a lo que ellas mismas solicitan del agricultor. «Hay muy poco cultivo en La Rioja y en Rioja Oriental es casi testimonial, aunque está cogiendo mucho auge y ya se producen monovarietales por derecho propio».

«Es una uva fantástica pero necesita de mucha atención». Como esas hermanas pequeñas que siempre quieren tener a todo el mundo pendiente de ellas. «Hay que conocerla bien porque necesita de muchos cuidados en el campo».

Sensible a la botrytis, este año, que ha pegado fuerte en otras variedades, la maturana tinta se ha salvado. Al menos la de Roberto. «Es una variedad que necesita mucha supervisión, mucha vigilancia, estar muy pendiente de ella, y así hemos estado hasta el último día, pendientes de ella. Luego el resultado es fantástico».

Sus cualidades son excepcionales. «Al ser el grano tan pequeño y ofrecer tanto hollejo presenta poco caldo pero brinda mucho color y estructura». Brilla por sí misma esta pequeña de las excepciones riojanas. El mayor de sus problemas son las pirazinas – compuestos químicos que aportan aromas y sabores muy particulares-. «Hay que domarlas bien en el campo porque si no el sabor a pimiento verde puede estar presente en exceso. Es importante cuidar ese aspecto para que salgan esos aromas y sabores a frutas del bosque donde destacan las frutas negras como la grosella». También a chocolate y a torrefactos. Un auténtico placer para los sentidos.

El secreto final para saber cuando la maduración está en su punto óptimo es el pincel. «Cuando está completamente negro es cuando hay que comenzar a recogerlas. No es muy productiva, por eso quizás no ha tenido siempre demasiada acogida entre los viticultores», tampoco aguanta bien la sequía por eso es tan importante tenerla a una altitud adecuada, pero su azul negruzco brillante lo inunda todo en una zona en la que el tempranillo domina completamente el territorio.

Caja a caja, como si se tratase de un tesoro frágil que salvaguardar, van dando reposados pasos por los renques. «En este año tan complicado es necesario seleccionar cada racimo, casi cada grano», repite Roberto como un mantra mientras va designando qué racimos entran en cada una de las cajas blancas impolutas que contrastan con los verdes que aún son protagonistas del paisaje. Una furgoneta espera a llevarse una veintena de cajas.

Agricultor casi por obligación. Roberto Herce se vio hace siete años, tras la muerte del cabeza de familia, en la encrucijada de seguir trabajando en la bodega donde lo había hecho desde joven o coger las riendas de las hectáreas que siempre había llevado su padre. Escogió el camino más complicado, pero también el más emocionante. Y esa emoción se nota en sus ojos al mirar de lejos a la familia que le acompaña en cada vendimia mientras quema unos sarmientos para el almuerzo. Porque la vendimia su familia esta marcada por la quietud, por las cosas echas con pasión y por un ritual que se acompañan con chorizo asado y queso curado.

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