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Tinta y tinto: ‘La felicidad de una charanga’

Charanga de la peña La Rondalosa durante las fiestas de San Bernabé 2022

Una charanga es el lugar de mayor felicidad en una fiesta. Es imposible sentirse triste inmerso en la vorágine musical de esos instrumentos que lo mismo hacen sonar ‘Paquito el chocolatero’ que versionan a Quevedo y Bizarrap. Y estos días, a lo largo y ancho de toda La Rioja, las charangas suenan por las calles de “los pueblos” para alegría y alboroto (otro perrito piloto) de los presentes. Pronto lo harán en la capital, que este sábado comienza sus fiestas de San Mateo tras el parón de la pandemia. Vuelve la celebración más multitudinaria de la región y, con ella, una pequeña reflexión sobre la deriva que esta ha tomado en los últimos años (pandemia aparte).

Las fiestas de Logroño se fueron a la mierda cuando la ciudad se creyó ciudad y no pueblo. En una comunidad de poco más de 300.000 personas, cuya capital tiene menos habitantes que Móstoles, Getafe o Leganés, nos pensamos que teníamos una gran urbe al estilo de Zaragoza, Valencia, Málaga o Madrid, pero en pequeña. Dejamos de hacer entonces las cosas que habíamos hecho toda la vida y que conservamos en nuestros pueblos (estando la mayoría de ellos a menos de media hora en coche) porque Logroño era una ciudad y no un pueblo.

Aún recuerdo cómo se reunían los parroquianos del bar de debajo de mi casa en la calle Labradores para hacer zurracapote para todas las fiestas. Tenían un chamizo en la calle Torremuña y por allí podía entrar cualquier vecino del barrio a cualquier hora del día. Bastaba con conocer a alguno de los presentes para tener la invitación asegurada a lo que hubiera en ese momento. Chorizo, salchichón, jamón, queso, lomo con pimientos… una puerta abierta a un lugar de encuentro, reunión y felicidad porque simplemente eran fiestas. Lo mejor era que había tantas recetas de zurracapote válidas como personas y que los invitados analizaban el líquido elemento como si fueran un prescriptor de la Guía Michelín.

Poco a poco, los chamizos y los cuartos fueron desapareciendo de nuestras calles. Ahora, a la chavalada le resulta imposible alquilar un local (mira que hay vacíos) en el que montar su centro de operaciones, tanto para los fines de semana como para los días de fiesta. Nos hemos cargado un ecosistema con el que muchos crecimos y donde fuimos felices. En ellos se descubría la vida. Lo bueno, lo malo y lo peor. También lo muy bueno. Sentimiento de pertenencia a un grupo, camaradería, vecindad y organización en torno a un lugar que considerabas propio porque allí estaban tus cosas y tu gente. No necesitabas nada más.

En ese proceso de involución festivo, las degustaciones fueron apoderándose del programa de fiestas para que cada asociación tuviera su hueco y, así, poder recibir una palmadita del alcalde o el concejal de turno. Incluso alguna subvención. Logroño dejó de hacer sus fiestas para dejar que se las hicieran. El pueblo pasó a ser ciudad y nos volvimos señoritos que queríamos todo hecho a cambio de abrir la cartera un poco más. Entonces nos dimos cuenta de que era más barato marcharse a Salou durante una semana que quedarse en la ciudad y las calles comenzaron a vaciarse poco a poco. Las prioridades cambiaron y ya no había organización para ver qué hacer en fiestas sino para buscar lugar de vacaciones.

Aún resiste el concurso de calderetas en la calle Gonzalo de Berceo y la exaltación de las chuletillas en Avenida de Colón, pero este año ya ha desaparecido el concurso de paellas. Dos actos multitudinarios que congregan a miles de personas, pese a las limitaciones de inscripciones que imponen los organizadores. ¿Por qué? Porque las fiestas las hace la gente. Y sin gente, no hay fiesta. Es simple. Si tú dejas al pueblo a su ritmo con su mecanismo, el éxito está asegurado. Basta darse una vuelta por cualquier localidad riojana durante sus fiestas para ver cuáles son los actos que más triunfan mientras en Logroño nos ponemos casi el traje para ir por la tarde a los toros en una feria maltratada por una serie de intereses empresariales que la matarán en pocos años.

En el aspecto musical, el Espacio Peñas ha sido un soplo de aire fresco para la juventud a falta de grandes conciertos a los que asistir. Le falta a Logroño un recinto o una apuesta por los conciertos de pago durante las fiestas para conseguir atraer a grandes artistas, esos que desplazan también a miles de personas sólo con su nombre. No hace falta que sea Rosalía, pero sí una Aitana, una Lola Índigo, un Vetusta Morla, un Leiva o un Alejandro Sanz. Con el apoyo del ayuntamiento y alguna marca relevante, en plenas fiestas, no sería difícil conformar un cartel que merezca la pena para toda la semana.

Sin embargo, entramos en el asunto más peliagudo de las fiestas de San Mateo: las fechas. ¿Siete días a contar desde el 20 de septiembre? ¿Comienzo el sábado anterior al día 21 para asegurar dos buenos fines de semana a la hostelería? El eterno debate, aunque este esté viciado porque se presupone que las fiestas deben ser un empuje económico exclusivamente para el sector hostelero y hotelero, además de contar con sólo un día festivo en pleno arraque comercial y empresarial tras el parón veraniego. Lo resumía bien el alcalde en una entrevista con NueveCuatroUno esta semana: “La tercera semana de septiembre nos condiciona mucho la actividad escolar y laboral si lo pensamos desde un punto de vista racional. Está en tierra de nadie”. ¿Qué hacer entonces? Es la cuestión que más difícil respuesta tiene. En Valladolid, por ejemplo, pasaron sus fiestas a la primera semana del mes, cuando todavía no había empezado el colegio. Quizás un pequeño referéndum ciudadano pueda sacarnos de dudas.

Y por último, las peñas. Su propio presidente, Javier Ansoleaga, reconocía que se debe “cambiar la imagen que el logroñés tiene de las peñas” aunque desconocía la receta correcta para llevarlo a cabo. Y es que la gente joven busca en otros municipios lo que podría tener en Logroño. Lo comentaba el propio Ansoleaga en esa misma entrevista. “La gente joven ve una charanga y se une. Nos pasó en una salida nocturna. Se nos ocurrió pasar por la zona de La Laurel con la charanga y en un momento teníamos a más de quinientas personas detrás”. Quizás ese sea el comienzo: meter las charangas de verdad donde está la gente y no convertirlas en un mero elemento decorativo al que mirar desde la acera cuando suben y bajan de los toros.

Pasó también en San Bernabé cuando una charanga entró por las calles más estrechas del Casco Antiguo como Marqués de San Nicolás o Carnicerías. Animados por el eco, decenas de personas comenzaron a seguir la música como en el cuento del flautista de Hamelín. Un rato de goce que se disipó al salir a la calle Portales y encarar Avenida de la Paz, donde las anchas carreteras desprotegen la fiesta y el alboroto. Por suerte, nunca se puede estar triste en una charanga ni en San Mateo. Al fin y al cabo, las fiestas tampoco están tan mal y hablamos por hablar.

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