La Rioja

Primer premio de ‘La Rioja en pocas palabras’: “El abuelo”

El Gobierno de La Rioja ha convocado el primer certamen de relatos cortos ‘La Rioja en pocas palabras’, cuyas obras tienen una extensión de entre 250 y 500 palabras. Con motivo de la celebración del Año Europeo del Patrimonio Cultural y del Día del Libro, este concurso busca potenciar el rico patrimonio cultural de La Rioja como seña de identidad y atractivo turístico de la región.

Primer premio: ‘El abuelo’, de Luis Javier Ruiz Lería

Nadie se había preocupado nunca de dar una mano de pintura a aquellas dos trampillas que conducían al sótano de la casa. Quizá porque desde que murió el abuelo nadie las había vuelto a levantar. Todo estaba como él lo dejó, pero con más polvo y más telarañas. El olor a sarmientos quemados también había desaparecido y las viejas parrillas que siempre nos encargaba llenar mientras él se afanaba con la lumbre estaban cubiertas por una gruesa capa de óxido. El fuego lo mata todo, solía decir el abuelo cuando prendía con cerillas las hojas del periódico que servían de combustible. Nunca las de deportes. Cómo hubiera disfrutado tu padre con el Logroñés en Primera, me decía. Jamás le vi llorar, pero sin motivo aparente se alejaba de mi lado para buscar algo junto a aquella encorchadora manual con la que los nietos, para su desesperación, le tapábamos las botellas que tenía apiladas junto a la puerta del asador.

El último día que bajé con él todo estaba como siempre. Todo salvo el abuelo. Tuve que encender las luces, señalarle la pila de sarmientos y decirle dónde estaban los periódicos. Cuando arrugó la crónica de la última derrota en Las Gaunas fui yo el que se alejó hasta la encorchadora. Noté sus manos en los hombros y me dijo que anduviera. Se detuvo frente a la única puerta de la casa que jamás había visto abierta. Sus seis metros de altura y su estado calamitoso habían sido argumentos suficientes para que ninguno de los nietos nos atreviéramos siquiera a tocarla.

Este es el verdadero corazón de la casa. Aquí comenzó todo, farfulló mientras introducía una de esas pesadas y gruesas llaves de metal en un cerrojo oxidado que apenas opuso resistencia. De ahí venía ese característico olor a humedad, a hierba, a madera y, sobre todo, a vino que inundaba la planta baja de la casa. Así huele tu tierra, dijo. Un estrecho e inclinado pasadizo abovedado se extendía a nuestros pies. Cada veinte escalones, el abuelo encendía un tramo de luces que parpadeaban más por su antigüedad que por el desuso. Tres interruptores después llegamos al último escalón. Una gran nave excavada en el suelo calizo de Briones era el final del camino. En el techo, dos pequeños orificios nos recordaron que en el exterior el sol seguía brillando. El Ebro, unos metros más allá, componía la banda sonora del lugar. Allí dentro, el tiempo se había detenido.

El abuelo levantó la tapa del interruptor y presionó el botón azul. Me di la vuelta y le miré a los ojos. Ninguna excusa justificaría ese intenso color rojo. Ni siquiera el omnipresente olor a vino. Él también lo dedujo. Se estaba despidiendo de su gran obra. Cuídalo. Esta es nuestra verdadera razón de ser, dijo antes de empezar a remontar, jadeando, las escaleras.

Arriba, los sarmientos prendidos con las páginas de deportes se habían consumido. Trae una gavilla grande, me pidió.

Nunca llegó a encenderla.

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