El Rioja

La reliquia de Luis que traía vino, aceite, higos y cerezas

Luis Esteban, en la viña de 1880 que cultivó durante décadas en Murillo de Río Leza. | Fotos: Leire Díez

Luis Esteban (Murillo de Río Leza, 1929) siempre ha llevado las viñas, primero de su familia y luego suyas, aunque asegura que no ha sido agricultor. Él tenía su puesto de trabajo en el sector de la construcción y la nómina le daba para “meter el jornal todos los días en casa” y vivir bien, pero las viñas le permitían “vivir mejor y guardar parte en el bolsillo para seguir viviendo”. Por eso es que no vendió ninguna de las fincas que heredó ni por parte de su familia ni por la de su mujer y siguió cultivándolas con gusto y, en especial, “por sus hijos, a quienes no les ha faltado nunca de nada”. Aquello perduró hasta principios de los 2000, cuando decidió aprovechar más su jubilación, aunque antes tampoco se había privado de la alegría y el disfrute. Se deshizo de todas las viñas excepto de una, su viña, la que le traía aceite, higos y cerezas además de vino. “¿Cómo iba a vender una cosa así si me abastecía de tanto durante todo el año?”.

Le costó deshacerse de esta “viñita” de garnacha de apenas 3.000 metros cuadrados, con la forma de una tabla muy estrecha y alargada, y que según sus cuentas fue plantada en el 1880. “Sí, esta salió viva de la filoxera. Es una valiente, por eso la he querido siempre mucho desde que compré a la familia de mi mujer”. Y por eso también le ha sido tan difícil desprenderse de ella. Tomó la decisión de venderla en 2019, aunque su comprador llevaba años detrás de ella. “Yo ya le dije que la viña iba a ser para él, pero entonces no era el momento de venderla porque yo aún podía seguir trabajándola”. Y ahí se le podía ver, con sus 90 años y acudiendo a su cita semanal, o cuando el dispusiera según las fuerzas y ganas que tuviera, para mantener de buen ver la finca. “Que la viña está así porque yo la he cuidado durante muchos años, eh. Porque antes de encargarme yo, la gente no la tenía muy en condiciones, con zarzas y maleza. Pero yo en dos años la puse en orden y si no la llego a coger en cuatro años se pierde”, recuerda. Así que ahí sigue sobreviviendo, gracias en gran parte a las manos de Luis.

Una mañana calurosa de septiembre ha regresado a la que fue su viña después de cuatro años sin poner un pie en esa tierra desnivelada. “No venía aquí desde que la vendí, prácticamente. Ya para qué iba a venir si no era mía”. Pero la morriña se apodera de su semblante conforme se adentra en este jardín de variedades y aromas, avanzando con ayuda de su bastón entre sarmientos alargados que se extienden por el suelo, olivos centenarios (“fíjate que los olivos creo que estaban aquí antes que las cepas”) y algún que otro cerezo al fondo. “Las higueras ya se arrancaron y ya solo queda un cerezo y no trae tantas cerezas como antes. El otro hubo que arrancarlo porque se secó, con la cantidad de cerezas que traía. He llegado a coger de este árbol hasta 1.000 kilos”, clama con orgullo posando la punta de su bastón sobre un tronco inerte rasurado a su altura. No todos son tan fuertes para sobrevivir año tras año. Luis lo es y achaca parte de culpa a su energía y ganas de disfrutar, “pero sobre todo de trabajar, porque el trabajo es virtud y es una pena que esto ahora se esté perdiendo porque la gente solo piensa en los vicios”.

Y tras esta reprimenda, el gesto serio cambia de repente y su cara ahora ya muestra alborozo. “¡Madre mía, si pensaba que me iba a encontrar peor esta viña! Pues ya la están cuidando bien, y eso que no le echan abono y agua como hacía yo, que la tenía bien lustrosa y me traía una de uvas… Ahora vienen menos, pero bueno, este año se ve que viene bien también. Eso sí, ha habido años que he llegado a cogerle hasta 4.000 kilos y venían los del Consejo Regulador a verla por si tenía exceso porque se sorprendían con la de uvas que traía. Ya les decía, será que San Gregorio, que está ahí dentro, le habrá ayudado”, ríe mientras señala con su bastón la ermita de Santa Ana justo en frente de la finca. “Ahí está metido el santo, a quien se venera en mayo para que bendiga los campos”. Una construcción religiosa que data del último tercio del siglo XVI y cuyos orígenes se remontan a la época de las horcas y picotas, por lo que este enclave fue entonces un humilladero o crucero, lugar de enjuiciamiento para los malhechores. Paredes de piedra de sillería que han visto siglos y procesiones pasar, así como cestos de uvas cargar.

Luis, a pesar de sus 94 años, tiene una memoria que cuántos quisieran. “Aquí, y en todas las viñas, he echado siempre abono compuesto 9-18-27, y así han tirado de bien las cepas, que de cada una cogíamos un cesto de uvas, y buenas uvas. Aún recuerdo un año que nos tocó tirar uva de esta viña… ¡No fastidies! Eso es una pena para la que ha sido, y es, la viña más elegante del pueblo que, además, han visto los cinco continentes, que ya es decir”. Y es que en los últimos cuatro años ha sido escenario enoturistas internacionales que han quedado cautivados por su singularidad.

Luis Esteban con la ermita de Santa Ana al fondo.

Bien se acuerda Luis de todas las vendimias que ha pasado en este paraje que rodean los valles del Leza y el Jubera a pocos metros del casco urbano de Murillo. Solían comenzar a finales de octubre y ahí se reunía toda la familia dispuesta a agachar el riñón y no levantarlo hasta que no se cogiera toda la uva. Entre medias se topaban con una cepa de moscatel y alguna que otra de viura, pero lo que más entraba a los cestos eran racimos de garnacha tinta. Todo esto, hasta que Luis cumplió los 90 años. “Esa última vendimia, mientras estábamos almorzando, les dije a las hijas: ‘Bueno, de ahora en adelante ya no se vendimia más, así que esta viña la vendéis a quien ya está hablado”, relata. Y así fue. Ahora, esta viña “elegante” es ya un Viñedo Singular, que no es más que lo que se merecía. “Ves, mira qué hermosura de racimos. Pues así los tenía todos antes, y sin una hierba por el medio. Ahora en cambio parece que se lleva dejar la hierba crecer, pero bueno, así son las cosas”, reconoce mientras se mete un grano en la boca y se enorgullece.

“Lo que me da pena y rabia es que han cambiado mucho las cosas en la viña. Antes con pocos kilos se comía y ahora con muchos se mueren de hambre porque no hay derecho a pagar un kilo de uvas a 60 céntimos. Que aquí hay que echar sulfato, azufre, venir a podar y desnietar y hacer muchas cosas. Cuidado con la que se viene encima porque se están poniendo las cosas muy feas”, advierte, “y cada vez la gente quiere trabajar menos”. Él ya ha cumplido su papel desde que era bien joven, cuando llegaba de la bodega de estar con la cuadrilla de madrugada y en casa su padre le decía: ‘Luis, mejor será que te vayas con la caballería a arar la viña o lo que sea y no te metas en la cama’. Y tocaba cumplir, así que se marchaba con algo de almuerzo y una manta a esperar a que amaneciera para ponerse a trabajar.

Ahora ya disfruta tranquilo y, aunque no le queda su viña, se entretiene como puede en la huerta, con la familia y cantando alguna que otra jota de las que le gustan y que se sabe de maravilla, de aquellos cantares que también entonaba entre las cepas de garnacha centenarias mientras cargaba los cestos. “Cuando entraba a la bodega, ahí en la entrada del pueblo, cantaba a una de Galilea que tenía aquí familia: ‘A la entrada de Murillo, la entrada de murillo, lo primero que se ve es la fragua de los marros y la taberna de aquel'”.

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