Nos hemos creído que lo que ocurre en nuestra vida sólo depende de nosotros mismos y nos hemos olvidado del vecino. El individualismo llevado al extremo. El otro día reflexionaba con un amigo sobre esta circunstancia de los compañeros de edificio. En la generación de nuestros abuelos y nuestros padres, raro era el vecino del que no se conociera prácticamente todo su árbol genealógico, puesto de trabajo, aficiones y casi hasta el número PIN de la tarjeta bancaria. Parecido ocurría en esos pueblos cada vez más vacíos y deshabitados, donde tú nunca eras tú sino un parentesco o un mote. «El nieto de la Anastasia». «Los primos de Bilbao». «La hermana del ‘alemán’, que se casó con aquella de Madrid que tenía los ojos como muy [gesto aleatorio con las manos]».
Ahora, sin embargo, raro es el vecino del que los jóvenes conocemos incluso el nombre si no lo miramos en el buzón. Más allá de un “hola, ¿qué tal?” en el pasillo o el ascensor, el contacto humano ya no existe en los rellanos. Con lo que gusta una buena charla en pijama y zapatillas de estar por casa al bajar con la basura. “Y yo con estos pelos”. Las casas se han convertido en búnkeres inexpugnables a los que llegar al acabar una maratoniana jornada laboral. Y al resto del mundo, que le den. El estrés como demostración del éxito en una espiral de productividad en busca de vete a saber qué parámetros capitalistas. El crecimiento económico como única meta.
Con esto de la pandemia y el replantearnos nuestra vida (aunque a partir de 2022 se nos olvide todo lo replanteado), esta cuestión debería ser una de las principales. Aunque hayamos querido borrar el primer confinamiento de nuestras memorias, aquellas semanas nos demostraron que por muchas cifras macroeconómicas que veamos todos los días en el telediario y mucho control que pensáramos que teníamos sobre nuestro destino, sólo arrimando el hombro con el vecino podíamos salir adelante. Me acuerdo de cómo me emocionaba ver a uno de ellos pasar a las ocho de la tarde por nuestra calle con su ambulancia. Horas más tarde la dejaba durmiendo debajo de casa hasta el siguiente turno y desfilaba con su ropa reflectante y sus miedos hacia casa. Me habría gustado saber su nombre y si tenía familia. Hablar con él de su día a día y preguntarle si necesitaba cualquier cosa. Poco más. Tampoco quería ser su mejor amigo.
El cambio de hábitos entre generaciones también nos ha hecho abandonar las costumbres taberneras de nuestros antecesores. La calle Laurel se ha convertido en un “parque de atracciones” al que acudir exclusivamente el fin de semana o en las fiestas de guardar. Nada de aquello que me contaba el expresidente José Ignacio Ceniceros durante su época de estudiante de Magisterio. «Era el único sitio donde se alternaba, además del Braulio, el Mi Amigo y el Lorca en La Zona». El vaso de vino cosechero costaba tres pesetas a finales de los setenta y por allí se hacía la ronda prácticamente cada día hasta las diez de la noche. Ahora, cada vez más enfocado hacia el turista y el cliente ocasional (salvo honrosas excepciones), basta darse una vuelta entre semana para ver la calle totalmente desangelada. Y quien dice nuestro corazón gastronómico más conocido fuera de nuestras fronteras, dice la calle San Juan u otras zonas en los barrios.
Así que en estos tiempos en los que los abrazos se han convertido en amor de contrabando y un virus nos ha hecho replantearnos nuestras costumbres, ¿por qué no decidimos dar un par de pasos hacia atrás, a lo de antes, porque estamos seguros de que funcionaba? Recuperar viejos hábitos y valores de esa ‘rioja’ más rural, cercana y vecinal.
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