El fútbol se juega en el campo de la infancia, ese terreno mítico en que uno sueña con ser vaquero o policía, bombero o astronauta, El Jabato o futbolista.
Mi magdalena de Proust es un álbum de cromos de cartón que se pegaban con ‘Imedio’. Su aroma me lleva al viejo Las Gaunas de la mano de mi viejo, primeros años setenta, al vomitorio de General donde jugaba con los guijarros mientras el Logroñés Promesas se afanaba por ascender de Preferente y los mayores por no descender de Segunda. Ninguno consiguió su propósito. En algún lugar debe de estar un póster (¿del ‘As’?, ¿de ‘La Gaceta del Norte’?) con Chomin, Cenitagoya, Simarro, Irízar, Belaza, Berasategui, Iriarte…
Eran los tiempos del marcador simultáneo ‘Dardo’, del señor que pasaba con la caja de coñac y anís, del que vendía cerveza, Fanta y Coca Cola y, mi preferido, el de los ‘skysoles’ de la Viuda de Solano, naranja, limón, menta y fresa.
Pasaron los años al ritmo de las temporadas y de las alineaciones, y en el 78 salté al césped (aún no había vallas) junto a mi amigo Jose cuando el equipo pasó de aquella Tercera de seis grupos a una Segunda B donde sólo había dos: victoria por 2-1 ante el Burgos Promesas con gol definitivo de Paco Sanz. Llegó después una travesía del desierto, con un equipo que no provocaba ni frío ni calor, siempre en la zona tibia de la clasificación. Tardes de copa de ‘Centenario’ y una faria, de quiniela y transistor junto a mi primo Joaquín y el culo helado sobre el frío cemento de una grada despoblada, con pequeñas alegrías como aquella eliminatoria de Copa contra el Real Madrid en la que Lotina marcó dos goles.
En el 84, ya adolescente, abracé y besé a la rubia que tenía a mi lado cuando el agónico gol de Pita (otro 2-1 ante otro Promesas, el de Osasuna) nos llevaba a Segunda. Un gol que mi padre no vio: al abandonar el estadio, me lo encontré caminando en sentido contrario a la muchedumbre que bajábamos por República Argentina; se había ido cinco minutos antes del final, espoleado por los nervios.
El gol de Noly lo viví en la distancia, pues fue aquel un ascenso cantado y en diferido después de un playoff tan extraño como el que ahora nos ocupa. Nuestros años gloriosos en Primera los seguí en Vallecas, el Calderón y el Bernabéu (en El Cachirulo de Concha Espina quedaba con Chus, otro carnal, para tomar la espuela antes de entrar al estadio). Descendimos y un año después, en Toledo, volvimos a ascender, y salté como un caballo al lado de mi ‘hermano’ Patxi con aquel tanto de Simeón (1-2) que nos devolvía a la élite. Ya lo ven: el fútbol es cosa de niños, de padres e hijos, de familia, de amigos.
Poco duró la alegría y la decadencia del club me pilló muy lejos. Que el Logroñés acabara en manos de un vendedor de crecepelo no hacía presagiar nada bueno, y así llegaron los impagos, los descensos y todo esa triste historia que ustedes conocen y que espera su epílogo mientras acumula polvo en un juzgado. Una pena infinita para alguien que lleva con orgullo haber figurado -en sentido estricto- en la mejor directiva que conoció la entidad, la presidida por Joaquín Negueruela.
A 9.000 kilómetros veía con asombro cómo nacían y morían equipos (Recreación, Logroñés C.F.) ante la desidia de los políticos y de la propia sociedad, inconscientes ambos de que nada como el fútbol pone a una ciudad en el mapa. Hago punto y aparte y lo explico.
Cuando un taxista mexicano me preguntaba, cosa frecuente, “¿de qué parte de España es usted, patrón?”, si le decía que “de La Rioja, quizá haya oído hablar de sus vinos”, su respuesta no variaba: “Yo solo bebo ‘chelas'”. En cambio, si contestaba que “de Logroño” no se hacía esperar por su parte un “¡de ahí era el Logroñés!, ¡qué gol les metió Hugo Sánchez!”. Para que se hagan una idea.
Y el tiempo no se detuvo y regresé a mi tierra. Las Gaunas ya no era Las Gaunas, ni el Logroñés era ‘el Logroñés’. Los cromos ahora son autoadhesivos y cuestan una pasta, el alcohol está excluido de los estadios y no solo dejaron de elaborarse los ‘skysoles’, sino que la Viuda de Solano se mudó a Zaragoza.
Nosotros, los de entonces, tampoco somos los mismos. Hoy vivo casi todas las cosas con pasión bien medida (todavía no se ha inventado la viagra balompédica): apenas voy a los estadios ni bajo al bar a ver los partidos; los sigo en casa, donde incluso puedo pausarlos para hacer una rápida escapada al baño o al refrigerador. Y lo hago con actitud casi científica, analítica, metódica, como si fuera el telediario.
Por tanto, si la UDL asciende me alegraré, pero no gritaré eufórico; ni tampoco perderé el sueño si cae ante el Castellón. Aunque no me cabe ninguna duda de que Logroño y La Rioja han de tener un equipo, como mínimo, en Segunda. Lo merecen por historia. Y porque será beneficioso para la ciudad y para la región, para sus gentes y sus empresas, incluida la que edita este medio.
Entonces, quizá haya llegado otro oportuno momento para dejar que los condenados descansen en paz. Para renunciar a leerle la letra pequeña a quien comete el ‘imperdonable crimen’ de utilizar un artículo de más. Para desistir de conjugar siempre en pretérito, empeñados en recuperar a una mujer que nos abandonó por otro, aunque hoy casi sea una abuela y ni siquiera se acuerde de nosotros. No es cierto que el Cid ganara una batalla después de muerto.
Así que dejémonos de historias: Logroñés no hay más que uno; al menos, hasta la madrugada del domingo. Por unas horas volverá a latir mi corazón blanquirrojo. Después, ya se verá.