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‘Pasen y sientan’

Mi padre no va al fútbol. Él, que me ponía el pijama por debajo de los vaqueros para llevarme en invierno a Las Gaunas -o mi madre no me dejaba ir-, ahora no va al fútbol. Él, que me arrastraba al estadio en perezosa procesión cuando sabíamos que nuestro equipo iba a perder una vez más, ahora, no va al fútbol. Él, que me sacaba de los juegos con mis primos para llevarme al fútbol, ahora no va al fútbol. Él, que me llevaba con su suegra o mi abuela a cambiar cromos al Ayuntamiento, ahora no va al fútbol. Él, que me pedía una Fanta limón en vaso de cartón en el viejo Las Gaunas, no va al fútbol. Él, que abroncaba a ese fumador de estacas de mi lado en la apretada tribuna del Gol Norte, ahora no va al fútbol. Él, que me calentaba las manos cuando no había nada que aplaudir, no va al fútbol.

Mi padre no va al fútbol. No va al fútbol porque su hijo trabaja, y sus nietos “son todavía muy pequeños y van a pasar frío, los pobres”, se justifica sin razón el hombre. Y es que mi padre no tiene quien le acompañe al fútbol. Y eso que su mujer, que es mi madre, va al fin del mundo codo con codo. Pero mi padre no va al fútbol porque no tiene quien le acompañe en ese abrazo de gol que solo padre e hijo saben compartir. Ese instante mágico en el que pasas de pensar que tu padre no tiene ni puta idea de fútbol, que se está haciendo mayor, piensas que ya no ve lo que antes era capaz de explicarte a la perfección, pasas de… a abrazarle como llevabas tiempo sin hacer. Y todo por un gol de tu equipo. Mi padre no va al fútbol porque no puedo abrazarme… en el estadio.

Mi padre niega la mayor. Dice, con desdén, que no le interesa el fútbol de su ciudad, que jugando el Atleti tiene suficiente. Que el Logroñés es ahora de los jóvenes. Pero no sabe que mi madre me cuenta, porque la vida la explican las madres al contar las cosas importantes de la vida. Y mi madre me cuenta que mi padre se asoma a la radio domingo tras domingo. Lo hace en pijama, sin vaqueros por encima. Lo hace en silencio, con respeto, no me quiere molestar. No quiere interrumpirme, pero sufre cuando me equivoco, cuando no preciso, me trastabillo, me corrijo, me contradigo, o me quedo sin voz. Sufre, bastante, pobre.

Pero mi padre va al fútbol todos los domingos. Lo hace al lado de su hijo, en la intimidad de su cuarto de estar. Lo hace con suma prudencia, a la caza de esos comentarios que me hacía cuando Iturrino ponía un pase, cuando Sarabia filtraba una asistencia, cuando Lopito lanzaba una segada, o cuando Rosagro le sacaba de quicio porque volvía a amagar de nuevo en lugar “de ir a por la pelota, no sé a qué cojones espera”.

Espera que sus enseñanzas me sirvan ahora para sacar la faena adelante. Y sufre, en silencio, tratando de mantener la distancia para no implicarse en exceso y así evitar, domingo tras domingo, pasarlo aún peor de lo que lo pasa por su hijo. Amar a un hijo ya es suficiente como para encima amar y sufrir por el equipo de fútbol de tu ciudad. “¿Cuándo juegan?”. “Ah, pues muy bien. Ten cuidado en la carretera”. “¿En Málaga? No se lo podía haber llevado más lejos el de la Federación”, sentencia con mala hostia. Porque no entiende que nos tengamos que ir tan lejos para seguir recuperando el latido en blanco y rojo, él que me llevó en su día a Toledo.

Esta distancia con el equipo de su ciudad le permite mantener la calma domingo tras domingo, y no llevar el asunto de escuchar a su hijo a una especie de cadalso medieval por culpa de un partido de fútbol. Cree que así mantiene las distancias, pero su implicación le delata cada vez que algún nostálgico ‘delcualquiertiempopasadofuemejor’ para el fútbol riojano rumia su soledad deportiva en el establecimiento de la esquina. “Ya va siendo hora de dejar atrás todas esas tontadas. Fue lo que fue. Y ahora es lo que es”. Obvio, padre.

Fue lo que fue: permitirse pasar a Las Gaunas para dejarse emocionar. Y es lo que es: permitirse pasar a Las Gaunas para dejarse emocionar. No parece haber cambiado tanto el guion de cómo se puede animar al equipo de tu ciudad. Va de mirar hacia atrás y no ver qué sucedió el siglo pasado, sino observar todo lo que hemos dejado de vivir en el actual. Por eso hay banderas blancas y rojas que vuelven a surgir de balcones y ventanas. Por eso hay bares y comerciantes que enseñan sus heridas en blanco y rojo por fin cicatrizadas. Porque se trata de vivir el presente para ganar el futuro de ver por fin fútbol profesional en La Rioja, porque va siendo hora de que nuestros padres dejen de sufrir por aquella desaparición y vean que es posible recuperar el tiempo perdido desde un ascenso de un equipo de fútbol, del equipo de tu ciudad.

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