El Rioja

Un puzle por completar en Leza

Aiurri apostó firmemente por el pueblo de Leza, donde trabaja en la replantación de faltas con biotipos de viñedos antiguos

Teresa Martínez, responsable de Viticultura, y Neza Skrt, directora técnica, en el viñedo Salas de Aiurri, en Leza. | Foto: Leire Díez

La intuición es el fiel reflejo de cómo funciona el subconsciente de una persona. Aquello que le mueve por un impulso fuerte, a sabiendas de que le llevará a buen puerto pese a lo poco racional que pueda ser el camino. Ese es justo el sentimiento que tuvo Pedro Ruiz cuando pisó la villa medieval de Leza por primera vez. Su único objetivo era respetar lo que había y, en cualquier caso, recuperar la identidad de un pueblo. De un pueblo, además, que “es de viñas y no de vino”. Son algo más de trescientas hectáreas de término municipal donde las cepas sortean cada desnivel en una encrucijada de caminos de la misma forma que lo hacían hace un siglo, porque aquí las grandes transformaciones del paisaje no han llegado.

De hecho, Leza es, junto a Navaridas, una de las villas de Rioja Alavesa con más superficie de viña vieja conservada. Y a su vez, las dos han sido grandes olvidadas porque ninguna bodega de renombre había apostado por asentarse en estos territorios y poner sus nombres en el centro de una historia. “Sí que grandes firmas compraban y compran uva de este pueblo porque saben el potencial que tiene, e incluso elaboran parcelarios, pero no lo hacen desde aquí. Nosotros, en cambio, sentíamos que teníamos que estar. No pudo ser hace años y al final acabamos volviendo a Leza porque nos había cautivado desde el principio. Y lo que queríamos era poner la bodega en el centro del pueblo, haciendo partícipes también a los vecinos. Desde el principio nos ha movido la sensibilidad y la emoción por formar parte de Leza y eso se consigue también transmitiendo confianza a quienes la habitan para que te entreguen la historia de sus familias”.

Aiurri, el nombre que recibe la bodega que Alma Carraovejas todavía hoy sigue construyendo (aunque ya con unas obras muy avanzadas) entre las callejuelas de Leza, ocupa lo que fue la antigua bodega Hermanos Laredo Villanueva. Pedro la adquirió en 2020 y seguido, con esa sensibilidad y respeto, compró la primera viña en el pueblo, propiedad de los hermanos Vidal Minan. Justo detrás del casco urbano, entre Leza y Samaniego, reposa El Guardaviñas. En esta parcela que apenas llega a una hectárea los hermanos depositaron las cenizas de su padre, por lo que el valor sentimental era enorme. “Nos pidieron más por ella, pero la viña lo merecía”.

Neza Skrt y Teresa Martínez, equipo técnico de Aiurri. | Foto: Leire Díez

El CEO de Alma Carraovejas reconoce que no todas las viñas que ‘ficharon’ en un primer momento finalmente acabaron en sus manos: “Es cierto que, al principio, cuando llegas de nuevas a un sitio la gente del lugar se muestra más recelosa, muy pendiente de lo que vas a hacer y cómo. Por eso siempre hemos querido acercamos a esa cultura y
mostrar nuestra manera de trabajar para transmitir confianza y así poder formar parte de ese lugar. Y en ese proceso sobre todo hay que respetar las relaciones comerciales ya establecidas, así como el ‘status quo’ del lugar y no venir con precios desorbitados. Nunca hemos querido quitar viñas a ninguna bodega, pero sí que creemos que hay que poner el valor verdadero a las cosas. Esto no se trata de entrar en subastas ni regateos, sino de una cuestión de confianza: si el viticultor confía en nuestra forma de trabajar, adelante”.

Ahora Aiurri ya suma casi una treintena de hectáreas repartidas en unas 60 pequeñas parcelas, todas catalogadas como viñas viejas. “Así que más trabajo y, sobre todo, más coste”ríe. Ese es el precio a pagar por cultivar una tierra en la que parece no haber pasado el tiempo, en la que hay autenticidad y honestidad. Una tierra que es cultura e identidad de un pueblo. Pero el paso del tiempo también ha hecho mella en estas viñas viejas que cada vez acumulan más ‘faltas’ en sus renques. Por ello el equipo técnico de la bodega se ha adentrado en un nuevo reto para completar el puzle vitícola de Leza: recuperar los diferentes biotipos que caracterizan a estas viñas desde sus inicios y replantar en aquellas marras.

Trabajos en el viñedo de Aiurri. | Foto: Leire Díez

Desde la elaboración de su primera añada en Leza, la de 2021, el equipo de Aiurri tenía claro que quería seguir creciendo en el municipio focalizándose en el viñedo, su “gran reto”. Pero su estrategia cambió cuando descubrió que casi el 30 por ciento de la superficie con la que trabajan a día de hoy constituye marras en las parcelas. “Queremos crecer y estaría bien llegar a las 100.000 botellas en un par de años, pero queremos hacerlo en producción, no en superficie. Aunque el camino de la replantación sea más costoso y complicado que el de la compra de un nuevo viñedo, creemos que hay que ser coherentes y si ahora no hacemos nada con esto, en cinco años el porcentaje de faltas habrá aumentado y así progresivamente”, remarca Teresa Martínez, responsable de Viticultura. Junto a Neza Skrt, al frente de la dirección técnica de la bodega, ambas desarrollan este proyecto que busca devolver a la vida la riqueza de un pueblo.

“Tenemos mapeadas casi todas las marras, parcela a parcela, fila a fila. Y sobre todo estudiamos mucho los motivos por los que esas plantas se han muerto. Muchas veces es a causa de enfermedades, pero en otros casos es por la mecanización, por eso tenemos obsesión de hacer a mano determiandas tareas. Además, si queremos replantar, antes hay que saber con qué hacerlo, así que estamos analizando las cepas y esos biotipos para ver qué madera usamos atendiendo también a los efectos del cambio climático en cuanto a temperaturas y escasez de agua y adaptando los manejos de la vegetación. El proceso ha sido largo, porque primero fue conocer las parcelas, luego entenderlas para poder interpretarlas y ahora ya toca empezar a trabajar para devolverlas a la vida porque el potencial de crecimiento aquí todavía es enorme”, apunta Skrt.

Teresa Martínez y Neza Skrt, equipo técnico de Aiurri. | Foto: Leire Díez

Estas jornadas entre chaparrón y chaparrón las están dedicando a hacer repasos por las viñas, cepa a cepa, racimo a racimo y hasta tres pasadas en una misma parcela. Con ello pretenden retirar esas pelotas de uvas que con las lluvias caídas solo pueden engordar más, lo cual no interesa, así como las que todavía están muy verdes. Seguido, una nueva pasada para marcar con bridas los racimos que están más o menos enverados y después, en vendimias, tocará recorrer esas cepas de nuevo pero en varias fases. Ambas recorren Salas, un viñedo de 2,8 hectáreas plantado en dos tandas: una en 1911 y otra en 1949. “De la mitad más vieja pudimos llegar a la edad real gracias a los registros de Bodegas Bilbaínas, que fue su anterior dueña. Cuando llegamos a Leza la gente del pueblo nos dijo que esta viña nunca había sido querida en el pueblo porque en la zona que pega al río era todo bosque y siempre hacía más frío, por lo que la uva ahí no maduraba hasta noviembre”, recuerda la directora técnica. Ahora es una de las grandes mimadas de Aiurri.

Tempranillo, garnacha, graciano, viura, malvasía, bobal, calagraño y, recientemente, también encontrada la benedicto. También han localizado un par de variedades que todavía tienen que analizar bien para saber qué son. “Es cierto que nos suele pasar con muchas cepas nuevas que encontramos que parecen ser una variedad diferente y luego resulta que es una ya conocida pero con un biotipo diferente, por lo que se expresan de distinta forma”, apunta Martínez. Es en esos paseos rutinarios en los que también se han dado cuenta de que las cepas de las laderas están muy pobres de vigor por falta de nutrientes. “Además de replantar las faltas, queremos llevar las plantas que siguen vivas pero muy flojas a su máxima vitalidad, levantarlas en lo que a vegetación se refiere y que recuperen su equilibrio. Para eso abonamos mucho, teniendo cuidado en los deshojados y despuntes y sobre todo poniendo mucho esfuerzo”.

Racimos de moscatel rosado en el viñedo de Aiurri. | Foto: Leire Díez

Aunque para hablar de riqueza vitícola es más idóneo hacerlo desde Suertes, otra de las joyas de la casa que Aiurri adquirió en 2022 y en la que abundan las cepas ‘marcadas’ con números y letras escritas para indicar que eso es algo diferente, algo desconocido. “Este viñedo tiene bastante mencía, pero también moscatel rosado, bobal, malvasía, viura, calagraño, mazuelo, graciano, maturana tinta, garnacha tintorera, garnacha blanca, garnacha gris, benedicto, tempranillo tinto, otra uva muy piracínica que no sabemos cuál puede ser –a ver si la encontramos para probarla–, otra que trae unos racimos enormes,…”. En total tienen contabilizadas 19 variedades diferentes y al igual que el resto de sus viñedos que superan los 400 kilos, este también se elabora por separado.

“Hay algunas parcelas de las que sacamos tres cajas y de ahí es imposible hacer una barrica, pero con la mayoría sí que hacemos parcelarios para luego ya decidir las mezclas. Esta es la única forma en la que se puede comprobar los diferentes perfiles que da cada viñedo y luego, a partir de ahí, elegir qué hacer. Y es muy divertido porque te das cuenta en bodega que cada barrica huele a algo distinto. Esta de Suertes, por ejemplo, siempre decimos que huele a hidrocarburos y creemos que es por la mencía o tal vez por otra variedad que no conocemos, aunque ya en verano esos aromas se van. Al final hay cosas que no podemos explicar y eso también es lo bonito del vino”, sentencia Skrt. En concreto, estas uvas de Suertes irán a parar a Aiurri junto con las de otras viñas, creando así un mapa vinícola que muestra el “carácter salvaje” de Leza. “Aquí cada planta es un mundo, pero es justo esa diversidad varietal lo que convierte el resultado en algo maravilloso”.

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