Firmas

Tinta y tinto: ‘Matadlo’

La Rioja asiste estos días a la reconstrucción del horror que en octubre de 2021 acabó con la vida de Álex, de 9 años, a manos (presuntamente) de Francisco Javier Almeida, condenado por agredir sexualmente a una menor en 1993 y por violar y asesinar a una agente inmobiliaria en 1998. Almeida también ha matado (presuntamente) en vida a la familia y personas allegadas del pequeño, quien simplemente disfrutaba de una tarde de Halloween junto a sus amigos cuando un monstruo se cruzó en su camino, lo violó y lo asesinó.

En la primera sesión del juicio celebrado en la Audiencia Provincial de Logroño, la defensa de Francisco Javier Almeida hizo un primera declaración que me gustaría compartir:

Buenos días. Mi nombre es César Martínez. Soy abogado del turno de oficio y los motivos de que yo esté aquí son dos: el primero, al igual que ustedes -se dirige al jurado popular-, por pura suerte. A ustedes los han elegido por suerte y a mí me han elegido por sorteo. Esto es importante porque yo no tengo intereses espurios en este procedimiento. No tengo intereses económicos ni un interés motivacional. Yo estoy aquí por el segundo de los motivos que nos trae aquí: nuestros antepasados, hartos de los linchamientos y las ejecuciones en las plazas públicas, se dotaron de instituciones como estas para hacer justicia. Instituciones en las que la civilización pone una barrera frente a la barbarie y permite al acusado tener un juicio justo. Tener un juicio justo es muy importante porque no sólo nos separa de la barbarie sino que nos da la oportunidad de fundamentar y conocer cuáles son los motivos de que sucedan las cosas que suceden.

Tras este alegato, César Martínez ha desempeñado como buenamente ha podido su labor durante el juicio pese a tener como ‘cliente’ a un asesino y un violador, cuyo mejor sitio está en la cárcel para que no pueda seguir destrozando vidas. Su defensa de la justicia choca con ese pensamiento de la venganza, más o menos generalizado estos días en nuestra comunidad, por el que en algún momento todos hemos podido pensar que Almeida estaría mejor muerto que con vida. Linchamiento y ejecución en la plaza pública. Ojo por ojo. “A ese habría que matarlo y se acabó el problema”. “Habría que meterlo en una celda y tirar la llave”. “Tenían que haberlo soltado y a ver qué pasaba”.

Siendo la del abogado de oficio una declaración sobresaliente, a mí quien me venía en ese momento a la cabeza eran los guardias civiles y los policías que encontraron a Francisco Javier Almeida con el cuerpo del pequeño recién violado y asesinado entre sus brazos. Los niños dieron la voz de alarma -no era la primera vez que su presencia les incomodaba- y todo el barrio salió en su búsqueda. Nadie llegó a tiempo. El horror se había desencadenado con la antelación suficiente para que nadie pudiera pararlo y todo terminara con una simple detención mientras la multitud se agolpaba a las puertas del edificio.

Los guardias civiles y los policías, quienes más de cerca vieron el trágico desenlace con sus propios ojos, tuvieron entonces que proteger a la única persona de todas las presentes aquella noche a la que no querían proteger. Pero lo hicieron por aquello de vivir en un Estado de derecho donde ya no hay linchamientos ni ejecuciones en la plaza pública sino juicios justos. Por suerte y pese al conflicto que nos genera con nuestras más bajas pasiones. Porque las dudas son normales cuando asistimos a hechos en los que no imperan la razón ni los códigos que nos permiten vivir tranquilamente en sociedad.

Por ejemplo, desde hace días, tengo un conflicto parecido con la decisión que ha tomado el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, para acabar con la alta tasa de homicidios y la inseguridad que provocaban las ‘maras’: miles de personas entre rejas en una cárcel gigante que más parece el decorado de una película de Netflix con presos en calzoncillos, guardias fuertemente armados y disciplina militar en barracones sin colchones. Su autoritarismo y su populismo funcionan para atajar de raíz un problema que atormentaba a su país, igual que Francisco Javier Almeida atormentaba a los niños que jugaban en el parque frente a su casa (salvando las distancias entre la situación de la seguridad entre El Salvador y España).

Las dificultades llegan cuando las líneas para determinar esa “mano dura” son más difusas y los blancos y los negros se transforman en grises de diferentes tonalidades. ¿A qué tipo de sucesos aplicamos entonces esa pena de muerte que algunos pueden pensar en aplicar a Almeida? ¿En qué momento El Salvador puede convertirse en una dictadura en la que no tengan claro quién decide las normas? Por suerte, para tenerlo claro, sólo deberemos volver a leer el alegato del abogado César Martínez y recordar la actuación de los guardias civiles y de los policías aquella fatídica noche en Lardero.

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