Firmas

Tinta y tinto: ‘El señor tranquilo que sacaba fotos en el encierro’

Foto: Rafael Lafuente

La calle Doce Ligero huele a campo. Da igual las veces que pasen por ella los operarios de limpieza. Huele a toril. El olor está impregnado en el asfalto, aunque sólo los recuerdos pueden destapar su particular perfume. También escuchas jotas si afinas el oído de la historia. Sonido riojano escondido entre baldosas y paredes. Lugar de fiesta, nervios y peligro. Gritos y sustos. Emoción y velocidad. Y su perenne olor a campo.

Hay sensaciones que se te quedan clavadas para siempre en la memoria. Como la primera vez que escuchas el impacto de la tierra contra un ataúd. Sonido que da escalofríos, aprieta la garganta y fija la mirada perdida. En la calle Doce Ligero, el olor a campo. Los encierros de San Mateo tienen la culpa. A primera hora de cada día de fiestas, vidas en juego frente a las astas. Corredores, novillos, cabestros y pastores.

La rutina en casa siempre era la misma antes de que la nocturnidad juvenil llegara. Madre tocaba su particular diana por el pasillo. Todos arriba. Vestimenta de abrigo, “que a primera hora hace frío”, y salir de casa con padre para tocar el timbre del número 6 de la calle Lardero. “Bajad”. Hugo y Beni se unían a la comitiva que encaraba la Gran Vía con destino al encierro. Antes de llegar al vallado, desayuno. Moscatel para los mayores. Chocolate para los pequeños. Bizcochos para todos. Y a buscar sitio entre las maderas. Cuanto más cerca de La Manzanera, más complicado el asunto y más olor a campo.

Con el vaso de plástico ardiendo por el chocolate en una mano y los bizcochos y una servilleta de papel en la otra, bajábamos los cuatro al ritmo que marcaban los altavoces repartidos por todo el recorrido. “Qué bonita que es mi tierra. Qué bonitas sus mujeres. Y sus campos y viñedos. Qué bonito, qué bonita. Qué bonita que es mi tierra. Rioja bendita”. El sonido de los cohetes servía como recordatorio de que en breve se abrirían las puertas del infierno más deseado por los valientes que habían optado por la ropa cómoda a primera hora.

Según la tardanza en levantarse de la cama de unos y otros, lo de encontrar sitio en primera fila se hacía más o menos difícil. Mi lugar preferido era la esquina de la calle Manzanera y la calle Doce Ligero. Nuestra particular curva de la Estafeta. Desde allí podías ver prácticamente todas las carreras hasta que el horizonte desdibujaba el final de la manada y el comienzo del gentío. Una vez comenzaba el encierro, el olor a campo se acompañaba con el sonido de los rápidos pasos. Ya no había jotas sino cantos a la velocidad.

Y entre tanto visto y no visto, otro sonido como acompañamiento. El de las cámaras al disparar instantáneas. En ese emplazamiento privilegiado entre Manzanera y Doce Ligero se colocaba una pequeña tribuna para los fotógrafos de prensa y las cámaras de televisión. A ella llegaban todos puntuales y se colocaban en posición como si fueran francotiradores sobre el tejado de La Casa Blanca. Yo me fijaba en sus mochilas y sus conversaciones. “Qué tipos más guays”. Uno de ellos, no sé el día exacto ni por qué motivo, me habló un día muy simpático. Era Enrique del Río, según investigué después.

Mi padre, él y yo tuvimos durante las fiestas esas pequeñas charlas intrascedentes de buena mañana. “Hoy venís más justos de tiempo”. “Pues hoy sí que hace frío”. Hasta que los toros salían a la calle. Ahí se acababa la conversación. Enrique se convirtió en ese tipo que siempre veía en los actos festivos. Al día siguiente buscaba en el papel las fotos del acto en el que había estado presente y, tras varias coincidencias con el diario La Rioja, llegué a la conclusión de que tenía que pertenecer al periódico decano de la comunidad. Se lo conté a mi padre como si hubiera descubierto la identidad del criminal más buscado por la Interpol, la CIA y el FBI. “¿Sabes el fotógrafo ese que siempre vemos en el encierro? Pues trabaja para La Rioja”. Pillado cual traficante de imágenes e historias.

Un par de décadas después de aquellas mañanas de encierro, Enrique del Río ha recibido la insignia de Oro de la Asociación de informadores Gráficos de La Rioja (AiG) en el Ayuntamiento de Logroño. Sus compañeros le dedicaron el viernes un vídeo al estilo de las bodas en el que glosaban su figura y ensalzaban su tranquilidad como principal característica de su persona. “Un gentleman paciente, generoso y, ante todo, un hombre tranquilo que siempre ha destacado por el sosiego”.

Y entonces, al salir del consistorio, frente a la calle Doce Ligero, cerré los ojos y olí a campo, escuché jotas, vi a Enrique subido en el escenario tirando fotos y le mandé un mensaje a mi padre. “¿Sabes el fotógrafo ese al que siempre veíamos en el encierro que trabajaba para La Rioja? Pues hoy le han dado un premio por su carrera profesional y por ser buena persona”. Enhorabuena, fotógrafo. Enhorabuena, señor tranquilo.

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