Según la Real Academia Española, Transición es la acción y efecto de pasar de un modo de ser o estar a otro distinto. En España, se utiliza este término para referirse a un tiempo pasado en el que se culminó un proceso de democratización del país.
La experiencia empírica, sin embargo, nos dice que, efectivamente, esa acción de pasar de un modo de estar a otro distinto, no se ha culminado con éxito. Sigue siendo una acción. La consecuencia de ello es la aparición, una y otra vez, del fantasma de las dos Españas. Una atizando a la otra.
¿Por qué no nos fijamos en la noble tarea de los franceses que, a principios del siglo XX se enfrentaron a los desastres de su pasado? O en Alemania, que sí culminó su acción democratizadora renegando y condenando el nazismo.
Los españoles necesitamos, de una vez por todas, dejar atrás un tiempo oscuro que precedió a la etapa más brillante y próspera de nuestro país. Y ello no significa que haya que borrar de los libros de texto el franquismo. Ni olvidar lo que pasó. Todo lo contrario. Hemos de contar nuestra historia sin habitar el rencor y el odio, pero sí condenando lo que no queremos repetir.
¿Alcanzará la izquierda y la derecha un consenso tal? Solo en ese momento podremos culminar ese término acuñado “transición” y que merece algo más que ser utilizado por unos y otros para hacer política. Mala política. Mediocre política.
La prostitución del término y del contenido de aquel proceso que se inició con la muerte del dictador y que culminó con las primeras elecciones municipales libres de 1979, lleva aparejada una segunda consecuencia fatal. El ataque a dicho proceso y a los 40 años de vigencia de nuestra más exitosa Constitución por parte de una nueva generación política que nació el 15M.
“El régimen del 78” es la forma de referirse a este tiempo por parte de quienes, unos poquitos años después de rodear el Palacio del Congreso de los Diputados bajo el grito “no nos representan”, han prometido lealtad a la Jefatura del Estado y acatado el régimen que decían aborrecer. Bienvenidos. Es lo que se les sugirió cuando acamparon en las plazas exigiendo participación política y social.
En alguna otra ocasión, incluso en otros artículos que he escrito sobre el tema, me he definido a mí mismo como un “hijo de la transición”. Cuando lo afirmo, no lo hago bajo la resignación que puede producir el acatamiento de un proceso en el que no participé por razones biológicas. Lo hago bajo el respeto que me merece el sacrificio de aquellas dos Españas que se estaban dando la mano. Que estaban pensando en nosotros, en los que veníamos después. Y lo hicieron bajo un ensordecedor ruido de sables que cristalizó en el 23F.
Probablemente, pudo hacerse mejor. Seguramente, hubo quien sacrificó más cosas en forma de principios. Pero hay una prueba inequívoca del éxito de aquellos españoles con heridas todavía sin cicatrizar: cuarenta años después, y como dijo un insigne político sevillano, a España no la conoce ni la madre que la parió. El avance ha sido impresionante. Gozamos, a pesar de todo, de un país enormemente avanzado, respetado y capaz.
Acabar lo que se empieza forma parte de esas tareas imprescindibles en cualquier faceta de la vida. Pero la responsabilidad de terminar lo que empezó en 1975 es de nuestra generación. De la mía, entre otras. Cuando se habla despectivamente del proceso inacabado de la transición, se está asumiendo en primera persona la responsabilidad de terminar lo que nuestros predecesores empezaron. Y lo hicieron bajo un futuro incierto. En un escenario mucho más precario. Se jugaron, literalmente, el tipo.
Es lo que les ocupaba, por encima de su formación, de su empleo o de su propia vida. Salir a las plazas, gritar consignas sin temor a ser detenidos, y hacerlo al mismo tiempo que se perciben becas para completar los estudios universitarios, es admirable. Pues prefiero eso que la indiferencia de quien pasa de lo que ocurre a su alrededor y no se implica en causa alguna.
Pero es tiempo de compromiso para repetir una hazaña parecida a la de nuestros padres y abuelos. Nos toca sellar aquella concordia apartando los odios, el revisionismo y el alzamiento patriotero. Fijémonos en líderes como Merkel, que enfrenta con argumentos a quienes pretenden inocular odio desde el extremo y revisar la historia. Lo podemos hacer. Acabemos lo que empezaron.
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