Vitorino Eguren (San Vicente de la Sonsierra, 1934) tiene dos cualidades innatas: la inteligencia y el don de gentes. Empezó a vendimiar a los seis años y desde entonces han pasado ocho décadas. «Mi hermano empezó a los ocho y mi hermana a los once». Casi un siglo y tres vidas, las mismas que generaciones pululan por su bodega de Laguardia: Eguren Ugarte. Sus historias y batallitas tienen el poder de la verdad. Sin filtros. El relato de un hombre de esos que se dicen «hecho a sí mismo» y que ha levantado un «imperio» a las faldas de la Sierra de Cantabria. Presume de tener una colección de cinco Mercedes: su mujer, su hija, su coche, un aguardiente y la novia de su nieto. Sentido del humor como filosofía de vida con la familia y el trabajo como motores. «Mi mujer es una heroína y cada día me gusta más». Y una sonrisa se le dibuja en la cara mientras crece el brillo de sus ojos.
«Soy alérgico al agua, a los abogados y a los bancos». Así se define un hombre que abre las puertas de su casa a todo el que pasa por delante. «Con el gustillo a trabajar y la honradez triunfas en la vida. Y además hay que ser buena persona. El mayor tesoro son las cosas buenas que hacemos en este mundo. Si cuando morimos nos podrimos y no somos nada, por ser buenas personas no perdemos nada». Mirada profunda la de Vitorino Eguren para cualquier aspecto de la vida. Lo mismo para ver una oportunidad de negocio que para hablar sobre una relación rota que se ha arreglado con el paso de los años. «Somos dos hermanos. Estábamos unidos. Él era trabajador como un león y se quedaba en San Vicente trabajando en la viña mientras yo iba a Vitoria a vender el vino».
Era el equipo perfecto. Uno en el campo, otro en la ciudad. Vitorino empezó con una bicicleta con remolque para vender sus garrafones de vino. Luego se echó una Guzzi con remolque y a los seis meses ya tenía un motocarro. Un año después de comenzar el negocio familiar, ya repartía con una furgoneta. Después con un camión. «Hicimos un imperio». Y es que llegaron a contar con catorce locales en Vitoria. Todo iba viento en popa a toda vela. «Preparamos viñas, bodegas, un pabellón… y cuando más ganábamos, llegó el divorcio con mi hermano».
Lo cuenta Vitorino con la pena de quien quería seguir adelante como hasta el momento, pero al que la vida le cambió los planes. El paso de los años ha sanado las heridas, aunque sus raíces son tan profundas como las del viñedo que se encuentra frente a esta majestuosa bodega. Acabaron partiendo su «imperio» por la mitad y separaron sus caminos, aunque no hay mal que cien años dure. El tiempo todo lo cura y actualmente ambos hermanos ya se han perdonado, tras compartir un almuerzo -«trajo una cazuela de callos»- como testigo de la charla. De esta forma, Guillermo podría aparecer en los agradecimientos del segundo libro de Vitorino. En el primero da las gracias a Dios -«si no creyera en él, no sé qué hubiera sido de mi vida»-, a su mujer, Merche -«nos hemos juntado el hambre con las ganas de comer»-, a sus padres, Rosario y Vitorino -«me enseñaron el gustillo al trabajo y a la honradez»-; y a sus hijos, Koldo, Asun y Merche -«por quererme como soy».
Y es que la vida de Vitorino Eguren da para una película. Al preguntarle por las enseñanzas de las crisis económicas, responde que apenas se ha enterado. «Eso ha existido siempre». Su hija Asun sí que se acuerda y se las intenta recordar, pero él le echa pelillos a la mar. «Tiene un carácter de superviviente y de aprovechar esta vida, porque estaba a punto de fallecer y tuvo otra oportunidad. Por eso siempre ha ido hacia adelante, no se acuerda de lo malo y es tan positivo», rememora Asun, echando la vista atrás más de ochenta años. Lo cuenta Vitorino como si hubiera sido consciente de todo. «Tenía dos años y me entró dolor de tripas y no sé qué, por lo que me metieron en la cama. Podíamos haber sido ocho hermanos, pero se murieron tres. Mi familia también decía que me iba a morir. Estaba sentado y no lloraba ni nada. No sé si me daban algo de comer o de beber, porque sólo esperaban a que me muriera. Entonces vino una vecina, la Estéfana, diciendo que en Labastida había un nuevo médico para niños y que me podían llevar para ver si me daba algo. En mi casa llevaban dos o tres meses esperando a ver si me moría, pero demostré que tenía dos cojones».
Entonces se fueron de viaje a Labastida en un carro para ver a don Andrés. Cinco kilómetros para sobrevivir junto a la Estéfana y su abuela. «Según me vio, dijo que estaba deshidratado y que tenía los intestinos pegados. Me recetó sopas de ajo con aceite crudo. ¿Para siempre? Todo el rato sopas de ajo. Y aquí me tienes».
Era otra época. Tiempos de guerra y posguerra. Años lejanos que ya sólo los más mayores recuerdan con nitidez. Entonces la mortalidad infantil no era algo extraño y la escuela era un lugar poco frecuentado por las gentes del campo. Las familias iban a «trabajar» a la viña con los niños desde muy pequeños, aunque allí no había ni jefes ni horarios. En realidad, se trataba más de pasar el día con sus abuelos y sus padres haciendo algo de labor que de otra cosa. Así cogió Vitorino el «gustillo» por trabajar y por el vino. «Me ‘enseñó’ a beber mi abuelo cuando íbamos al campo. Llevaba la bota para él, bebía a la hora de comer y nos decía lo siguiente: ‘Cuando los hombres uno, los chiguitos ninguno. Cuando los hombres dos, los chiguitos os. Cuando los hombres tres, los chiguitos autra vez. Cuando los hombres cuatro, los chiguitos a otro rato. Cuando los hombres cinco, los chiguitos un traguito’«.
La caja de anécdotas de Vitorino no tiene fin. A sus 86 años las ha visto de todos los colores y las recuerda como si fueran ayer. Sus viajes a Vitoria eran una constante que reportaba grandes beneficios a toda la familia. ¿Y cómo funcionaba? Lo cuenta como si fuera fácil, pero sólo su personalidad e inteligencia podían abarcar esa empresa. Por resumirlo: montaba un negocio, explicaba a alguna persona cómo sacar el dinero y se lo dejaba en alquiler. Una especie de franquicia. Cobraba entonces por la renta del local y por el vino que le gastaban. Multiplicado por catorce, el negocio no podía ser más redondo, ya que también vendía vino al resto de bares de Vitoria.
Confiesa entonces Vitorino cómo hizo su propio plan de negocio para uno de esos locales. Sin estudiar ningún Grado en Administración de Empresas ni hacer ningún MBA. La inteligencia de la supervivencia. La universidad de la calle. «Me fui una noche de sereno con dos bocadillos enfrente de una lonja porque pasaba mucha gente. Le tenía que echar el ojo. Estuve contando los coches, los peatones y las bicicletas que pasaron de camino al trabajo. Vi que allí iban a entrar como rebaños». Y así fue. «Ponía el mostrador a las cinco de la mañana para aprovechar a los que llegaban de las fábricas. Como no tenía un camarero, ponía un metro de copas de anís, medio de moscatel y medio de orujo». Una especie de autoservicio. «No podía servirles y les decía que me dejaran las perras en la barra, que eran buenos chicos y me fiaba».
Las ‘franquicias’ de Vitorino dieron trabajo a más de treinta familias en Vitoria. «De obreros se hicieron patrones». Y la vida siguió en Rioja Alavesa. «En esta vida hay que trabajar, pero primero hay que pensar. Y no una vez sino dos o tres. Es mucho más interesante pensar para trabajar menos», reflexiona, antes de contar cómo empezó a seguir ‘levantando’ su imperio en Laguardia. Tras el divorcio con su hermano poco antes de los años 90, compró una excavadora y empezó a construir su nueva bodega. «Empecé yo mismo y luego cogí una excavadora más grande porque salían muchas piedras».
Pese a las dificultades, Vitorino sigue quedándose sólo con lo bueno y apenas se acuerda de los malos momentos. Y si lo hace, prefiere no contarlos. Primero hizo la caseta para la báscula y luego le hizo una ermita a la Virgen del Carmen. «Al principio era una cosa pequeña, pero pensé que había que hacer algo más grande». Paso a paso. Piedra a piedra. Cosecha a cosecha. Sin embargo, bien sabe Vitorino que más lejos se llega acompañado aunque se vaya un poco más lento. «Las empresas no las levanta uno, sino la gente que te rodea, y aquí tenemos una gente cojonuda. Yo siempre he tenido buena gente a mi alrededor porque los que te levantan una bodega son las personas».
El presente y el futuro
«Eguren Ugarte es un proyecto de muchas raíces y con mucho futuro. La diferencia son los valores. Cuando tú te enamoras de alguien, te enamoras de sus valores. Da igual que sea alto, delgado… y mi padre nos ha transmitido el trabajo, la constancia, la sencillez, estar abiertos a todos los visitantes…», señala Asun, explicando que su padre ya lleva un tiempo alejado de la gestión diaria y el aspecto comercial, aunque le encanta pasar tiempo por la bodega. «Él quiere hacer algo diferente para que la gente vuelva y vea que hemos construido algo nuevo».
Y es que la excavación en Eguren Ugarte se ha ido planificando sobre la marcha. Por ejemplo, una capilla con 56 piedras que puede albergar a más de setenta ocupantes. «Tiene un sistema constructivo original que no existe en el mundo. Un encofrado de la tierra con la forma que quieres construir para colocar las piedras, poner cemento y vibrar. Luego se retira la tierra y tienes la construcción, aunque hemos hecho pruebas de carga». Todo es un aprendizaje en este rincón junto a la carretera de Laguardia. Más aún cuando además de hacer vino se da el paso al enoturismo.
Asun señala que la hostelería es más «complicada» de gestionar en personal. «Un hotel son 24 horas los 365 días del año. Para la formación, los turnos… la gente debe ser profesional y entender que el cliente es lo más importante», apunta, poniendo el acento en que los puntos fuertes de su bodega son el terreno, la situación, el paisaje, el microclima y el equipo profesional. Este será un año complicado a causa del COVID-19. Varias semanas cerrados por el estado de alarma, en primavera sufrieron un aluvión de cancelaciones para las sesenta bodas que tenían previstas.
¿Cómo ha sido la situación durante la vendimia? «En el campo se hicieron test PCR a todos los temporeros y no tuvimos ningún problema. Nosotros hicimos dos cuadrillas diferenciadas para la gestión de vivienda, tractores… por si hubiera algún problema que no fuera en todos. En dieciocho días acabamos la vendimia y la uva está espectacular. No ha entrado ni un granito podrido ni pasado, todo en su punto y muy maduro», cuenta Asun, tras lo que Vitorino sale al paso con su habitual sentido del humor: «Ya le dije a Pablo, que es el enólogo, como este año no sobresalgamos… si haces mal este año vino es para matarte».
Y es que el líquido elemento lo es todo para él. «A mí el vino me ha hecho mucho bueno, pero qué pasa con el vino y el aguardiente, como con todas las cosas: con moderación. Si te pasas, ya la has fastidiado». Palabra de Vitorino. Amén.
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