El Rioja

El sereno de las noches frías en Briones: Miguel Merino

Briones tiene un sereno y no lo sabe. Hay un hombre que cada noche vigila sus calles y cuida su alumbrado como hacían antaño. No abre la puerta de ningún vecino. Le basta con la suya propia y la de su bodega. Nadie le llama al grito de «sereno», pero se mantiene alerta. Sobre todo en los meses de septiembre y octubre. Su nombre es Miguel. Su apellido, Merino. Y cuidado porque hay dos. Padre e hijo. Una pequeña saga bodeguera que en la nocturnidad de esta pequeña villa desplaza varias macetas para sacar el vino al fresco.

A primeros de octubre, cuando voy a visitar a este particular sereno, ‘sólo’ tiene en bodega la base de los grandes reservas, los blancos y el mazuelo para ‘La quinta cruz’. Todavía no están recogidas las uvas que servirán para hacer ‘La Loma’ -la niña de sus ojos-, el ‘Viñas Jóvenes’ y el reserva. En un día cualquiera de la semana, a primera hora del día, un operario argentino de nombre Rodrigo anda liado con el remonte del mazuelo. «El delestage». De depósito a depósito para luego aplastarlo y dejarlo al calor del depósito. Avanzamos por la humilde estancia hasta dar con un ‘pequeño’ cubo en el que descansan uvas que pertenecen a una viña de 102 años. Una finca de 2.000 metros cuadrados en Briones de donde saldrá un vino nuevo: ‘La Pasada’.

En un bidón de mil kilos reposa una uva que va directa ahí después del despalillado. «Hay que tener cuidado con las temperaturas», cuenta Miguel. Por eso, el sereno saca por las noches el bidón al raso. Bajo el manto de estrellas de la villa para que enfríe y la luna las cuide. Y por la mañana, para dentro. Ya en el mes de octubre, con la fermentación terminando, descansa en el lugar más cálido de la bodega. «Al ser pocos kilos, el cambio de temperatura es muy rápido y se puede hacer». En otra estancia ya fermentan los blancos de viura. Prensados y desfangados previamente en un depósito con frío para sacar más sus cualidades. También salen a las frías noches de Briones con sus diez u once grados de máxima. «Tres semanas de fermentación y luego a descansar». Un año en barrica para sacar 1.500 litros de vino blanco.

Bajo un agradable sol de octubre me lleva Merino de paseo por el campo. Nos subimos los dos a una furgoneta Renault de las de antes y se sonríe al ver mi cara. Sólo le falta arrancarla y que suenen ‘Los chichos’. «Hace unos años, justo antes de vendimiar, se nos jodió la que teníamos. Menuda tragedia. Preguntamos que cuánto costaba alquilar una para toda la temporada y era una pasta, así que buscamos alguna barata para comprar. Encontramos esta de unos panaderos de Toro y aquí sigue con nosotros». La compra fue buena. De hecho, desde mi visita, me parece la mejor furgoneta del mundo si a sus mandos va Miguel Merino. Periodista y experto viticultor, no sabía que también tenía unas manos para emular al mejor Carlos Sáinz (padre) en sus tiempos mozos. Derrape va, derrape viene con un traqueteo que ya quisiera el Talgo.

Tras las lluvias caídas en los primeros días de octubre, Merino no tiembla al adentrarse por los embarrados caminos que nos dirigen hacia ‘La isla’, el terreno más bajo de la localidad a orillas del río Ebro. «Tengo que acelerar que si no se me va a quedar». Y entra en una curva rozando las cepas del vecino. Yo casi empiezo a rezar todas las oraciones que me sé para no pegarnos la hostia y para no reventarle a nadie la viña. Con una precisión cual piloto de Fórmula 1 en el circuito de Mónaco, llegamos a nuestro destino con el Castillo de Davalillo como testigo lejano de nuestra recogida de muestras.

«Una de las características de Briones es la variedad de suelos que tiene. En poco espacio hay caliza, arcilla ferrosa, cascajo…», va explicando Merino, antes de hacer el descubrimiento del día: «Vamos a ver una viña con una garnacha del siglo XIX». Prefiloxérica sobre una arena que la libró de la enfermedad. Y allí que nos plantamos como hace más de 120 años alguien decidió plantar unas cepas junto al río. «En la intimidad la llamo Valdano». ¿Cómo? «Valdano. Mira. Es un 4-4-2 de libro. Cuatro renques aquí, cuatro renques aquí y otros dos aquí. 4-4-2». Y ríe. El Madrid nos queda lejos y el Logroñés más cerca. La misma preocupación tenemos ambos por el equipo de Sergio Rodríguez que por la cosecha. «A ver qué hacemos esta temporada. Tiene que empezar Leo Ruiz a funcionar». Fútbol y vino. Vino y fútbol.

Avanza la mañana en Briones. Merino va de cepa a cepa recogiendo muestras para analizar más tarde el estado de maduración de la uva. «Mira cómo está plantada para que pase un caballo. Aquí no entra el tractor», cuenta este joven viticultor de verbo ágil y meticulosidad en su trabajo. «La historia del vino la escriben los vinos que se hacen con estas uvas. Imagina que ahora te pagan esto a 0,60 euros el kilo con el trabajo que da. Pues arrancas la viña y te vas a un sitio en el que trabajes más fácil». Reflexiones con los pies manchados de barro mientras una cuadrilla apura un renque un par de parcelas más allá. Tienen tajo por delante.

Aprovechamos para echar la vista atrás. «Estas cepas han visto de todo». Ahí, en ese rinconcito del Ebro cerca de la vía del tren y la N-232, aguardan para ser vendimiadas con las garnachas en buen estado de salud. Desde el año 1880 cuando se plantaron, han sobrevivido a la filoxera, la Guerra Civil, dos guerras mundiales, varias pandemias… «Han vivido todas las generaciones. La del 98, la del 27…», bromea Merino. Reflejo del paso del tiempo en la región. Historia. Tradición. Y un gran valor en manos que sepan llevarlas a buen término. «No vale con una viña que sólo sea vieja. Porque tenga muchos años no quiere decir nada. Igual que las personas. Uno ha podido ser muy malo de joven y no porque pase el tiempo se vuelve mejor».

Historia familiar

Ya de vuelta a la bodega y con las muestras recogidas, salvado nuevamente el embarrado camino donde hemos salido victoriosos de una nueva sesión de rally, charlamos sobre la historia familiar de los Merino. Miguel (hijo) siente un gran respeto por Miguel (padre). «En el año 67 se fue a Estados Unidos con una beca. Imagínate lo que era España en aquel año y lo que era Estados Unidos». Allí aprendió inglés y eso le sirvió para pagarse los estudios a su regreso a Zaragoza. «En aquella época apenas lo hablaba nadie y él hacía tratos con la base militar». El amor le llevó a La Rioja años más tarde, donde se convirtió en director de exportación de Berberana. Necesitaban a alguien con idiomas.

«Fue uno de los primeros directores de exportación en Rioja porque entonces se vendía todo el vino en España. Nadie nos conocía fuera», recuerda Merino. Y con todo un mercado mundial por abarcar, su padre pasó por diferentes bodegas e incluso fundó su propia empresa de exportación. «Adquirió la experiencia, el conocimiento y algo de dinero». Suficiente para lanzarse en 1994 a montar su propia bodega. «Yo lo que más respeto de mi padre es que, viniendo de bodegas que elaboraban cantidades ingentes de vino, se fuera a un modelo de bodega muy pequeño y enfocada a hacer vinos de calidad».

Miguel (hijo) decidió unirse a la aventura de su padre en 2003. «El vinillo riojano lleva en la sangre», que diría el himno del extinto Club Deportivo Logroñés. Una primera etapa hasta 2010, tras lo que decidió ver lo que había fuera de las paredes de su propia bodega y descubrió otros mundos como los de Gómez Cruzado. «Desde 2017 llevo toda la parte de elaboración, aunque mi padre sigue siendo el jefe», comenta entre risas, poniendo el acento también en que su pareja, Erika, trabaja codo con codo con los dos. «Vamos todos a la par». Entonces, ¿cuánto hay de padre y cuánto hay de hijo en cada botella de Miguel Merino?

«Creo que la cosa está al cincuenta por ciento porque hacemos todo consensuado mi padre, Erika y yo. Respeto su concepto, su idea y su estilo en los vinos como el reserva porque sé lo que él quiere. En los otros puede haber un poco más de mí», señala, lanzando otra importante reflexión sobre la identidad. «Si yo ya tengo una imagen y una personalidad, la gente no entendería que hiciera un vino sin pieles ni sulfuros. Nuestros vinos son finos y elegantes». Como él. Por último, en su recientemente estrenada paternidad, una pregunta de esas que dan filosofía a la vida, la familia, el vino y la tierra.

¿Es más difícil criar a un hijo o criar un vino? Miguel apuesta por la primera. «Pero sí creo que en las dos cosas, para hacerlo bien, debes entender la personalidad de cada uno y adaptarte. No vale con intentar imponer. Igual que hay niños que necesitan más atención, más cariño o más libertad porque son más nerviosos, con los vinos pasa igual».

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