CARTA AL DIRECTOR

‘El baño en El Rasillo’

Cuando uno llega al embalse del Rasillo, lo suele hacer con la idea de encontrarse una masa de agua empobrecida y seca que casi pide perdón por existir, rendida ante la aridez de su entorno y escondida entre las piedras y los hierbajos que limitan sus orillas.

Sin embargo, el Rasillo, en estos días, ha dejado de ser así, y ahora es toda una soberbia celebración de verde y frescura en la que el agua exige la tierra que los calores del cambio climático le roban cada año. Las laderas y los montes se postran y hunden su raíz en el embalse, como si fuesen caballos de frondosas crines arboladas que, sedientos, se paran a beber, y regalan al bañista la nutrición espiritual que necesita para expiar su estrés y sus prisas urbanitas; a Gonzalo de Berceo le hubiera encantado hacer aquí un alto en su romería para escribir e imaginar. Quién sabe si acaso lo hizo.

Las pedaleras y las piraguas pincelan, entre las carcajadas de sus pilotos, suaves e imprevisibles trazos en el agua que, desde el cielo, deben de resultar bastante graciosos, ya que forman, sin saberlo, un complejo cuadro de la curiosidad y la inquietud humanas; todos reman, pese a ignorar el rumbo del remo.

Aquí los niños ríen y gritan indiscriminadamente y los chavales escuchan sus músicas y persisten en sus mapas de amor. En tanto, los más mayores miran a unos y a otros, y cuelan, entre el sudor de junio, alguna lagrimita de mocedad. Es la vida, en el Rasillo.

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