Crisis del Coronavirus

La ciudad de los niños perdidos

En ‘La ciudad de los niños perdidos’ Marc Caro y Jean-Pierre Jeunet imaginaron un lugar donde los pequeños desaparecían sin causa aparente y ya nada más se volvía a saber de ellos, en la que no era sino una puesta al día cinematográfica y barroca de ‘El flautista de Hamelín’. Pues ahora estamos en las mismas, pero sin cuentos que valgan y salvo que en lugar de los hermanos Grimm está el Dúo Dinámico y no es la flauta la que suena sino el ya insufrible ‘Resistiré’.

Incluso para quienes pensamos que Herodes no era tan malvado -aunque solo sea por una mera cuestión estadística- las calles sin niños hacen que nos resulten aún más tristes estas ciudades de adultos confinados y desconfiados, seres solitarios que nos miramos con recelo unos a otros y hasta cambiamos de acera para no cruzarnos demasiado cerca camino del súper. Hay quien sostiene que de esta crisis saldremos cambiados, y a mí no me cabe duda: seremos más tontos de lo que ya éramos.

Quienes vivieron los ochenta recordarán el miedo repentino a un virus caído como plaga bíblica: entonces, aquel VIH aparentaba castigo divino por la Sodoma (¿alquien sabe qué pecado cometieron los habitantes de Gomorra?) en que se había convertido un mundo que venía de ser ‘hippie’ y se estaba trasformando en ‘yuppie’. Pero este SARS-CoV-2, del que solo sabemos que no sabemos nada, ¿a qué penitencia se corresponde? (y no vale responder que la culpa es del cambio climático).

Desde hoy, por ‘una vez al día-una hora-un kilómetro-un progenitor’, los niños han vuelto a nuestras vidas vistas desde la ventana (venga, que son las 8 y hay que aplaudir). Niños que, al parecer, están mostrando un comportamiento ejemplar (¡bendita Play Station!) durante la reclusión forzosa. Niños que, según decía Serrat, eran de goma, a quienes les basta con un palo para vivir una aventura y que son capaces de soportar todas las maldades de sus mayores sin convertirse (la mayoría) en asesinos en serie cuando llegan a adultos.

Niños que, me pongo en su pellejo, llegado el momento tendrán todo el derecho a reclamarnos los días robados y mandarnos después a hacer gárgaras (con lejía, como prescribe el doctor Trump) por nuestra ceguera y nuestra estupidez. (Aquí, si quieren, pueden buscar a algún cuñado para discutir sobre la actuación del Gobierno, pero si miran alrededor convendrán en que tampoco hay muchos gerifaltes habilitados para tirar la primera piedra, pues tienen las manos ocupadas en taparse las vergüenzas). Y superado ese evangélico punto, nada mejor que buscar en la misma página del ‘Diccionario de autoridades’ un final para esta gacetilla: “Dejad que los niños se acerquen a mí” (pero no a menos de metro y medio y con mascarilla, no sea que…).

Subir