CARTA AL DIRECTOR

‘Campanadas en Igea’

Cómo imaginarme que, un día, de recolocar en los tejados de las iglesias de La Rioja los nidos de cigüeña, pudiese uno ganarse la vida. Y encima yo, que calzo un cuarenta y seis, y que mal ando por estas estrechas cornisas intentando que no se me vaya demasiado el reojo al abismo.

Les busco un enclave más seguro en un durmiente, o en una viga maestra, o los llevo a un apacible recodo, que así no asomen el peligro por estos aleros sagrados.

Y me tengo que dar prisa, que ya hay un olor a rosquillas anisadas por toda La Rioja, que ya regresan por San Blas.
Y mira que son buenos maestros albañiles estos cigüeños. Que es el macho quien se adelanta unos días y empieza ya a hacer en su enramado nido de amor de siempre sus chapuzas, tejiendo, de lecho, una alfombra de retales de musgo, de tierra, de yerba, de barro, de periódicos.

Y no se quejarán del trato tan mirado que reciben. Vienen del cinturón del hambre, del largo Sahel africano. Vienen a buscarse la vida. Y parecería un chiste si dijera que llegan sin papeles en el pico, cuando del mismo sitio vienen otros, los que no tienen alas y cruzan el mismo estrecho, pero encallando en el estuario del madero roto de su propio fiambre. Mal negocio aún nacer humano en África. Pero no creo que tardemos mucho y por nuestra baja natalidad en egoístamente necesitarlos, y a manos llenas.

Bueno, pero qué culpa tendrán estas aves de paso, protegidas por la ley, del todavía recelo nuestro a que extraños se sienten a comer un trocito de nuestro bienestar.

Este tejado de la iglesia mudéjar de Igea es el último que me queda por adecentar. Y mira que me gusta su torre con la guinda de su imponente pináculo ¿Y el campanario? Menuda luminosa algarabía si sonaran las tres campanas a la vez. Si estuviera aquí Andrea se quedaría a oírlas. Son las de pueblo. Las de siempre. Las que su larga voz se ata a la alegría de los días azules.

Y ahora tiene gracia que, al estar embarazada, me llame cigüeño. Y eso que hace bien poco la hice llorar a mares, le dije que no sabía si la quería. Y es que uno anda todavía aferrado a su entraña, a su tormenta interior, a esta incertidumbre de vagar de trabajo en trabajo precario, hasta que descubres a una mujer que es un bálsamo. Que cuando la ves venir parece como si se te acercara la penumbra de un sol de mimbre o la de una enramada de higuera en una tórrida tarde de agosto… Y abraza, abraza como si se lo hubiese enseñado la misma brisa azul del mar.

– Andrea, Andrea, ¿sabes dónde estoy?
-Ya. Ya. En Igea
-Sí, pero ahora estoy en el campanario.
-Están tocando las campanas.
-¿Las oyes, Andrea?
-¿Sí? ¿Las oyes?
-¿Sabes quién las toca?
-Las toco yo, Andrea.
-¡Que las toco yo!
-¿Las oyes? ¿Me oyes?
-¿Sí?
-¡Andrea! ¡Que las toco para ti!

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