Semana Santa

El obispo imparte el pregón de Semana Santa: “Logroñeses y cofrades, salid a las calles”

El obispo de la Diócesis de Calahorra, La Calzada y Logroño, Carlos Manuel Escribano, ha impartido este jueves el pregón con el que arranca de manera oficiosa la Semana Santa de la capital riojana. En la Iglesia de Santiago El Real, abarrotada como es costumbre en este solemne acto, monseñor ha señalado que la solidaridad, el compromiso con los pobres, el amor a los que sufren, la entrega generosa de lo que somos y tenemos, el amor más grande, volverá a tomar nuestras calles al paso de las procesiones.

El pregón completo

Excelentísimas e ilustrísimas autoridades, señor presidente de la Hermandad de Cofradías de la pasión de la ciudad de Logroño, delegado diocesano de cofradías y prior de la hermandad, presidentes y hermanos mayores de las cofradías de la Semana Santa de Logroño, cofrades y hermanos todos.

Agradezco de corazón esta oportunidad que se me brinda de poder pronunciar el Pregón de la Semana Santa. Me siento muy honrado al poder compartir con vosotros estas sagradas fechas en las que conmemoramos los días grandes de la fe de los cristianos.

Queridos hermanos cofrades, en mi carta pastoral para la Misión diocesana os recuerdo la importancia de vuestra participación en la misma: “Las cofradías de nuestros pueblos y ciudades, y especialmente las de Semana Santa, tenéis un precioso desafío que acometer. Valorar e insertar la religiosidad popular en este dinamismo misionero es uno de los grandes retos que tenemos por delante y que puede ayudaros, cofrades y hermanos, a vivir con más intensidad vuestra relación con Cristo; y, a través de las devociones que con tanto fervor custodiáis, a ser artífices del anuncio misionero al que todos estamos llamados”.

Las Cofradías y los cofrades han contribuido decisivamente a conservar los valores religiosos de nuestra sociedad. Su labor será hoy más necesaria que nunca, en una época de secularización y descristianización. El Papa Francisco en la Evangelii Gaudium nos recuerda que “en la piedad popular, por ser fruto del Evangelio inculturado, subyace una fuerza activamente evangelizadora que no podemos menospreciar: sería desconocer la obra del Espíritu Santo. Más bien estamos llamados a alentarla y fortalecerla para profundizar el proceso de inculturación que es una realidad nunca acabada. Las expresiones de la piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización”.

Y a ello me gustaría contribuir de algún modo con este Pregón. A aprender a descubrir, a leer en expresión de Francisco, el trasfondo de lo que se presenta y representa estos días ante nuestros ojos.

Cuando uno se asoma al diccionario de la Real Academia Española encuentra dos sugerentes acepciones de la palabra pregón. Por un lado se define como la promulgación o publicación que en voz alta se hace en los sitios públicos de algo que conviene que todos sepan. Y una segunda acepción recoge que se trata de un discurso elogioso en que se anuncia al público la celebración de una festividad y se le incita a participar en ella. La pretensión de mis palabras recoge esta doble propuesta. Creo de verdad que conviene que todos sepan que la Semana Santa logroñesa con sus procesiones, cofrades, saetas y predicaciones está muy próxima y que es mucha su belleza y hondura espiritual.
Quizá lo más importante es lo que esta pía manifestación evoca: el misterio de la entrega en la cruz de Jesucristo, nuestro Señor, por la salvación de todos los hombres.

Por ello quiero invitarles a participar en ella. No solo por la belleza, recogimiento y solemnidad con la que se celebra, sino también por la fuerza del misterio de amor que pone ante nuestros ojos. Misterio incompresible, desgarrador para muchos y hoy desconocido y vilipendiado casi por igual. Pero esto no es nuevo. La propuesta del crucificado sigue siendo escándalo y necedad como ya nos anunciaba San Pablo. En el fondo nos encontramos ante la expresión sublime de un misterio de amor: el señor Jesús, aquel que murió en el Calvario en Jerusalén y resucitó al tercer día, sigue ofreciéndonos su abrazo paternal con los brazos extendidos, destrozados y clavados al madero del patíbulo.

El domingo de Ramos, con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, da comienzo el trascurrir de las procesiones que concluirán con la del Resucitado el domingo siguiente. Los discípulos de Jesús, nos narra la Sagrada Escritura, se preparan para subir a Jerusalén y, si era necesario, morir con Él. La cuaresma que está terminando y la semana Santa que vamos estrenar nos invitan a vivir actualizando esta invitación.

Es curioso observar en el Evangelio de San Marcos el sugerente prólogo con que nos sorprende el evangelista antes de narrar el episodio de la entrada en Jerusalén. Nos propone a un personaje ciego, hijo de un tal Timeo. Esta sentado al borde del camino. Una y otra vez llama al Señor, aunque de manera reiterada le hacen callar. Cuando al fin el Señor le manda llamar, cruzan unas palabras que nos descubren un mundo nuevo a la hora de sentirnos convocados en la semana Santa. “¿Qué quieres que te haga?”, dirá Jesús. Y el responderá con fe recién estrenada: “Señor, que vea”.

Los cofrades vais a caminar junto a Jesús, portándolo sobre vuestros hombros o en las carrozas en los próximos días mostrándonos escenas de su Pasión. En vuestro trascurrir por las calles de Logroño vamos a encontrar a muchos espectadores, que como Bartimeo, estarán al borde del camino. Yo mismo tuve el año pasado esa sensación cuando os veía pasar con gran devoción por las calles de nuestra ciudad en una mezcla de belleza cautivadora que sumiéndonos en unos hechos del pasado interpelaban con gran firmeza nuestro presente y nuestro futuro riojano. Ojalá vuestro paso suscite en quienes os vean y en vuestro mismo corazón aquella suplica que escucharon entonces las calles de Jericó: “que vea”. Que vea, puede ser la descripción de nuestro ánimo, la expresión de un deseo que nos induce a percibir mucho más de lo que nuestras retinas nos muestran.

Os propongo, en este pregón, un recorrido para contemplar con los ojos y el corazón el paso del Señor por las calles de Logroño. La Semana Santa logroñesa nos muestra muchos momentos en los que poder entablar esos diálogos de fe. Las celebraciones litúrgicas en nuestros templos. Las procesiones que salpican nuestras calles a lo largo de los días santos. Los toques de vuestras bandas, las saetas, lo bailes de los pasos que expresan la profundidad de un sentimiento. Todo ellos nos habla de Dios y de un amor inmenso que nos supera pero que nos hace reflexionar. La capital de La Rioja se trasforma en estos días y se convierte en un magnifico escenario que muestra a la ciudad y al mundo el misterio del amor más grande. Es difícil abstraerse a la belleza de este pregón de fe: las procesiones se convierten en una magnífica invitación para descubrir la grandeza de unos días que nos impulsan a vivir de un modo distinto la fuerza de nuestra fe cristiana.

Por ello te invito querido amigo a abrir tus ojos. Mira a Jesús y déjate mirar por Él. Son muchos los personajes, muchas las miradas que en estos días podemos descubrir en los relatos evangélicos de la Pasión. Los pasos de nuestras procesiones nos pueden ayudar a vislumbrar un horizonte nuevo e insospechado en esta bella expresión de la fe de un pueblo.

Permitidme que comparta, observando vuestra semana santa, algunas reflexiones sobre las escenas y procesiones que contemplaremos y que pueden suscitar en nuestro corazón un diálogo de fe. Os invito, en definitiva, a mirar a Jesús y a dejaros mirar por Él.

La Entrada en Jerusalén

Comienza nuestra Semana Santa. La Cofradía de la Entrada de Jesús en Jerusalén pone ante nuestros ojos el paso de la ‘borriquita’. Jesús ha anunciado a los suyos un nuevo viaje. Ellos aun no lo saben pero se trata del viaje definitivo. El destino: Jerusalén. La ciudad entera se conmueve. La gente que le acompaña estalla de alegría. Los discípulos están desconcertados. Jerusalén entraña el que se puedan concretar las profecías sobre su muerte. Y Él les sorprende: va a entrar en Jerusalén a lomos de un burro. Ejerce un derecho que solo corresponde a los reyes: confiscar un animal para un uso determinado. ‘El Señor lo necesita’ será la escueta explicación de los discípulos. Comienzan a entender. Acompañan al rey que anunciaban los profetas. Todo un honor, aunque temen que este se convierta en amargura.

Y al adentrarse en las calles de Jerusalén los jóvenes le vitorean con fuerza inusual. Los jóvenes son los que miran las cosas de un modo nuevo y se dejan sorprender por Jesús. La frescura de los más jóvenes se contagia de la fuerza de aquel hombre que es proclamado rey. La fuerza de aquella juventud jerosolimitana nos sitúa ante nuestros jóvenes de Logroño a quienes invitáis para que participen en el Vía Crucis de la juventud y que nutren muchas de vuestras bandas procesionales.

Jóvenes a los que la Iglesia quiere escuchar para ayudarles a tomar conciencia de que ellos son los mejores evangelizadores de los otros jóvenes. En su mensaje de convocatoria del Próximo Sínodo de los Obispos sobre los jóvenes, Francisco nos recordaba: “En Cracovia, durante la última Jornada Mundial de la Juventud, les pregunté varias veces: ‘Las cosas, ¿se pueden cambiar?’. Y ustedes exclamaron juntos a gran voz ‘¡sí!'”. Esa es una respuesta que nace de un corazón joven que no soporta la injusticia y no puede doblegarse a la cultura del descarte, ni ceder ante la globalización de la indiferencia. (…) Un mundo mejor se construye también gracias a ustedes, que siempre desean cambiar y ser generosos. No tengan miedo de escuchar al Espíritu que les sugiere opciones audaces, no pierdan tiempo cuando la conciencia les pida arriesgar para seguir al Maestro. También la Iglesia desea ponerse a la escucha de la voz, de la sensibilidad, de la fe de cada uno; así como también de las dudas y las críticas. Hagan sentir a todos el grito de ustedes, déjenlo resonar en las comunidades y háganlo llegar a los pastores”.

La mirada de los jóvenes y su aliento empujó a Jesús a cumplir su misión redentora. Ellos son el presente y el futuro de la Iglesia y de la sociedad. La mirada y el compromiso de los jóvenes del tercer milenio nos ayudarán, sin duda, a anunciar entre los hombres el mandamiento del Amor que Jesús nos dejó como la mejor de las herencias.

La oración en el huerto de los olivos

Es el momento de la soledad, del sufrimiento. Deja que tu mirada y la suya se entrecrucen de algún modo. Los olivos envuelven la escena: es el eco del paraíso donde se produjo la ruptura. Ha llegado el momento de la restauración: feliz culpa que mereció tal Redentor. Pero esta, sólo se alcanza en la entrega de la pasión. Y Jesús toma conciencia de que debe asociarse a ella. Él nos ha enseñado que el dolor, la soledad o la marginación pueden convertirse, paradójicamente, en pedagogos del amor. El mirar a Jesús en ese estado trasforma nuestros ojos en los del buen samaritano que saben mirar al que sufre y sanarle las heridas:

“Buen Samaritano es todo hombre, que se para junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género que ése sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad… el buen Samaritano de la parábola de Cristo no se queda en la mera conmoción y compasión. Estas se convierten para él en estímulo a la acción que tiende a ayudar al hombre herido. Por consiguiente, es en definitiva buen Samaritano el que ofrece ayuda en el sufrimiento, de cualquier clase que sea. Ayuda, dentro de lo posible, eficaz. En ella pone todo su corazón y no ahorra ni siquiera medios materiales. Se puede afirmar que se da a sí mismo, su propio « yo », abriendo este « yo » al otro…. El hombre no puede « encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás», Buen Samaritano es el hombre capaz precisamente de ese don de sí mismo”.

Cuando en la Magna Procesión del Santo Entierro la cofradía de la Entrada de Jesús en Jerusalén, nos acerque a Jesús en su oración desgarrada, contempla el sufrimiento de Cristo, con los ojos del buen samaritano.

Esa agonía anticipada de Cristo, nos desvela parte del enigma del misterio execrable del dolor: este puede hacerse presente para irradiar amor que surge de un corazón, que puede ser el tuyo y el mío, que no está dispuesto a quedarse indiferente ante el sufrimiento del prójimo.

La flagelación del Señor atado a la columna

El toque de los tambores resonará por nuestras calles y, cerca de la Parroquia de Santa Teresita, tendremos la oportunidad de rezar el Vía Crucis acompañando el desgarrador paso de la Flagelación del Señor. La Pasión ya ha comenzado. La flagelación de Cristo nos recuerda la crudeza de un castigo que es antesala de la muerte. La Palabra de Dios había sido pronunciada como espada de doble filo: incisiva y penetrante, iluminadora y redentora. Muchos corazones se habían sentido interpelados por aquel hombre que hablaba con autoridad. Ahora todas aquellas alocuciones se actualizaban de modo macabro al ritmo que imponían los verdugos con sus golpes. “Haced el bien a los que os maldicen”, “ofreced la mejilla izquierda a los os abofetean en la derecha”, “bienaventurados los perseguidos por la justicia”. Todas aquellas frases resonaban en la mente de los testigos y los látigos actuaban a modo de cincel que graba en sangre para la historia la grandeza de un mensaje. Y la mirada perdida y desconsolada de Jesús sigue hablando: “Temed a los que pueden hacer daño a vuestra alma, no a quienes puedan herir vuestro cuerpo”.

¿Quién le mira entonces? Los que le escucharon y nos lo cuentan: los evangelistas. Todos narran con discreción la dureza del repúgnate tormento, pero nadie oculta la verdad. La Iglesia aprende desde el principio que el mensaje de Salvación debe trasmitirse en su integridad. Aunque duela. Por eso la Palabra del Señor no se pronuncia para ocultarla. No se dulcifica, para que sea más fácil digerirla. Y el Señor se sume en el mutismo.

Hacer historia personal las Palabras de Jesús, se nos presenta como una misión de titanes. Pero el Señor tiene una pedagogía a la que no está dispuesto a renunciar. La ha practicado en su vida pública, la ha plasmado en la última cena al lavar los pies de sus apóstoles y ahora nos la propone a nosotros. Habla desde la fuerza del compromiso y del testimonio, sus palabras no son huecas. Aquello que dice o propone está el dispuesto a cumplirlo primero.

El toque de los tambores y cornetas de la banda de la Cofradía de la Flagelación del Señor, se nos presentarán como majestuosos ecos que en las calles de Logroño nos muestran la Palabra muda que pronunciaran las imágenes procesionales como mensaje incisivo que mendiga nuestra respuesta.

Jesús Cautivo

Jesús cautivo recorre nuestras calles. La belleza estética de su paso, no oculta la crudeza de los que le ocurre a aquel inocente. Al final lo presentan ante Pilato. Y es Pilato quien mira a Jesús. No quiere saber quién es ese hombre. No le interesa la verdad y construye su historia desde el autoengaño. Jesús aparece ante él desfigurado, roto, hecho un despojo humano, sin aparente dignidad. Nuestra mirada y nuestro corazón están, en muchas ocasiones, más endurecidas que la del gobernador romano. Y entonces descubrimos que algo se rompe, se quiebra. Es mi dignidad pues no me estoy comportando conforme a lo que soy.

Benedicto XVI describe esta escena en su libro Jesús de Nazaret:

“En Jesús aparece lo que es propiamente el hombre. En El se manifiesta la miseria de todos los golpeados y abatidos. En su miseria se refleja la inhumanidad del poder humano que aplasta de esta manera al impotente. En Él se refleja lo que llamamos ‘pecado’: en lo que se convierte el hombre cuando da la espalda a Dios y toma en sus manos, por cuenta propia, el gobierno del mundo.

Pero también es cierto el otro aspecto: a Jesús no se le puede quitar su íntima dignidad. En Él sigue presente el Dios oculto. También el hombre maltratado y humillado continúa siendo imagen de Dios. Desde que Jesús se ha dejado azotar, los golpeados y heridos son precisamente imagen del Dios que ha querido sufrir por nosotros. Así, en medio de su pasión, Jesús es imagen de su esperanza: Dios está al lado de los que sufren”.

Hoy no estamos en Jerusalén, en el palacio del gobernador romano. Pero con el marco de nuestro Logroño de hoy, veremos pasar a Jesús en el momento de su sentencia a muerte. En esos momentos mira a Jesús. Es la hora de tu veredicto. Es la hora de la justicia.

El silencio y la Magdalena

El silencio preña en nuestro corazón. Nos quedamos atónitos, sin palabras, ante lo que está aconteciendo ante nuestros ojos. Quizá estemos buscando el modo de recorrer un camino interior para comprender. Esa es la invitación de la procesión del Silencio que recorre nuestras calles al arrancar el Viernes Santo con la Cofradía de María Magdalena.

Un camino que nos muestra otra mujer también enamorada de Cristo y muy cercana a nosotros en el tiempo: Santa Teresa de Calcuta. La santa misionera nos ayuda a leer el silencio y desde él desarrollar un modo de vida: “el fruto del silencio es la oración, el fruto de la oración es la fe, el fruto de la fe es el amor, el fruto del amor es el servicio, el fruto del servicio es la paz”. Un camino que nos llena de sabiduría y de vida.

La Magdalena recorre también su camino interior. Por ello se nos presentará como la primera testigo de la Resurrección. Sus ojos se abren a la verdad y nos invita a que nosotros también vivamos esa experiencia. Pero… (también nos lo recuerda la Magdalena) para que nuestros ojos se abran como le ocurrió a aquella mujer el día de la Resurrección, primero hay que aprender a estar con Jesús junto a la Cruz (cfr. San Juan).

Jesús con la cruz acuestas, camino del calvario

A Jesús le roban la vida… y quieren robarle también la muerte. El Sanedrín induce a Pilatos a crucificarle. Podrían haberle dado muerte por lapidación pero esa ejecución, aunque terrible, era la muerte de los profetas. No. Jesús era demasiado peligroso, no tenía derecho ni a una muerte profética. Le condenan a una muerte degradante y para ello necesitan la muerte infame de los infames: el patíbulo de la cruz. El pacífico condenado por violento; el que había propuesto un Reino que no es de este mundo, el Reino de Dios, es acusado de conspirar contra el reino de los hombres.
Y Jesús carga con la Cruz. Una comitiva ensordecedora le acompaña. No le aclaman como cuando recorría las calles de Jerusalén montado en la borrica. Parece que todos los ojos se cierran. Es conducido por ciegos que han decidido extinguir la luz. Cuanta gente en su entorno, pero muy pocas son las miradas que quieren procurarle consuelo en aquel ominoso recorrido.

En aquel dramático momento aparece la figura de su madre. Esta escena está grabada también en el corazón y en la retina de los logroñeses. Por dos veces podemos contemplarla: el miércoles santo el Nazareno viniendo desde la parroquia de Santiago, se encontrará con su Madre, la Virgen de Dolorosa de la Cofradía de Virgen de la Soledad, entre la calle Portales y 11 de junio. Y en la procesión del viernes se nos presentará de nuevo con el paso del encuentro de la Cofradía de la Santa Cruz. Es un momento de especial intensidad. No renuncio a imaginar la mirada de la Madre. Nos lo relata Martín Descalzo:

“Se miran. Y en la mirada se abrazan sus almas. Y el dolor de los dos disminuye al saberse acompañados. Y el dolor de los dos crece al saber que el otro sufre. Y luego los dos se olvidan de sus dolores para unirse en la aceptación. Es ahí – en la común entrega – donde se sienten verdadera y definitivamente unidos. Lo que en realidad distingue a estos dos corazones de todos cuantos han existido no es la plenitud de su dolor, sino la plenitud de su entrega”.
Cuando la mirada de la Madre le es arrebatada, Jesús se derrumba. Y aparecen otros ojos compasivos. Son los ojos de un hombre que recibe su bautismo al abrazar el madero. Comienza a ver. Aquel deshecho humano, aquel reo exhausto, casi moribundo, le regala la vida. Simón, el cirineo, tiene la oportunidad en aquel encuentro inopinado de hacer realidad el evangelio de Jesús: “Cuando lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”. Las palabras de Jesús comienzan a cumplirse. Su sangre está siendo redentora, antes incluso, de ser clavado en la Cruz.

“A mí me lo hicisteis”. Esta frase estalla en los oídos del creyente. El cirineo abre un camino de salvación que muchos han seguido. Si, el Señor se empeña en seguir apareciendo ante nuestra mirada, para que fijemos los ojos en Él y le descubramos en el desfigurado disfraz del pobre y del que sufre. Ese mirar acuña en el corazón el mandamiento nuevo del amor. Pero no para que lo pronunciemos campanudamente como si de una frase hueca e irreal se tratase. Es el reto de no dejarnos atrapar por la indiferencia ante el sufrimiento de nuestros hermanos y hermanas.

Cuantas veces nos lo recuerda el Papa Francisco: “Cada uno de nosotros le interesamos a Dios; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia”. Pasa a la acción y abraza la cruz de Jesús, que procesiona cada día por las calles y las casas de Logroño. Mírale con los ojos del Cirineo. Eso es evangelio en estado puro.

El Crucificado

En los días santos vamos a tener la oportunidad de contemplar en nuestras calles a Jesús abrazado a la cruz y entregando su vida por nuestra salvación. Jesús sufriente y crucificado se nos va a hacer presente en la oración espontánea que surgirá estos días del corazón de los creyentes en los distintos Vía Crucis que recorrerán nuestras calles.

Tres hombres son ejecutados un 14 de Nisán. Tres cruces, que parecen idénticas, les abrazan terriblemente. Tres hombres que mueren juntos pero lo hacen por distinta causa. El espectáculo es aberrante. La sangre de Jesús se mezcla con la de sus compañeros de patíbulo. Sangre que se derramaba a la vista de todos. ¡Y… no comprendían que la redención estaba sucediendo!

Aquellos hombres que contemplan la escena no solo tienen cerrados los ojos, también han necrosado su corazón. La orgia de insultos va en aumento. La elocuencia de la muerte de Jesús proyecta ante su mirada lo contenido en el libro de la Sabiduría o en el relato del profeta Isaías cuando, mucho antes de que acontezca, relata de manera exacta lo que allí está sucediendo con aquel hombre sufriente. Y ellos conocen las escrituras, pero no les importa. Tienen los datos necesarios que les pueden llevar al fondo de lo que están viendo, pero la salvación prometida ya no tiene sentido. Tiene un precio demasiado alto que no están dispuestos a pagar: reconocer que Jesús es Dios. No hay peor ciego que el que no quiere ver.

Y sus dos compañeros de suplicio protagonizan con Él aquella locura. Están en la misma escena, contemplan la misma realidad, fijan sus ojos en Jesús y sus reacciones son totalmente divergentes. Uno de ellos se contagia de aquella vorágine. Y deja que Dios pase de largo, no le permite que incida en su existencia, lo desprecia, lo insulta… en el fondo lo ignora.

El otro le mira y bajo aquel rostro desfigurado, bajo aquel cuerpo roto intuye el misterio de Jesús. Un cartel pende de la cruz: aquel hombre, compañero de suplicio, es rey. Al mirarle descubre en sus ojos la mirada de Dios. Y “le miró amándole”. Es la misma mirada que perdonó al joven rico cuando, subiendo a Jerusalén, se lo cruzó cerca de Jericó. Es la mirada del Santo Cristo de las Siete Palabras que no debe dejarnos indiferentes.

El agonizante se encuentra con la vida. Se da cuenta de que aquel crucificado a su lado hace realmente visible el rostro de Dios. Esta junto al verdadero rey, aquel a quién esperaba Israel. La respuesta de Jesús nos llena de esperanza. El Señor acoge siempre, incluso cuando hemos estado separados de Él.

Miremos a Jesús en la cruz, al Cristo de la Reconciliación, para encontrar como el buen ladrón sentido nuestra vida. Mirémosle cuando ya ha entregado su vida. La cofradía del Santo Cristo de las Ánimas baila al Cristo con reverente respeto en la mañana del Viernes Santo y nos ayuda a sumergirnos en ese momento de amor y dolor.

El descendimiento

Todo ha terminado. El paso de la Cofradía del Descendimiento de Jesús de la Cruz irrumpe para mostrarnos la aparente derrota. María, la Magdalena y San Juan contemplan la escena. Pronto lo depositarán en el sepulcro. El bello paso del Sepulcro nos cautiva con el rostro sereno de Cristo que ha entregado su vida por nosotros. Trasmite paz. Los logroñeses lo hemos podido venerar con afecto el miércoles santo en la Capilla de los Ángeles, presentado por la Cofradía del Santo Sepulcro.

Es entonces cuando aparecen dos personajes que poco protagonismo han tenido en el relato de la pasión: José de Arimatea y Nicodemo. Los más cercanos se han dispersado casi todos. Pero surgen desde el primer momento los frutos que provienen de la entrega generosa de Cristo. El Señor ha muerto, sus enemigos han triunfado sobre Él. Aun en la derrota los corazones de aquellos que buscan la verdad empiezan a intuir que algo va a ocurrir y van perdiendo el miedo. No sabemos lo que pasaría por la cabeza de aquellos hombres, sí que nos podemos detener en lo que verían sus ojos.

El sol empezaba a descender. Pilatos les ha concedido el permiso para desclavar a Jesús y enterrarle. Pero hay que darse prisa, la noche les introduce en el sábado pascual y no pueden contaminarse tocando un cadáver.

Cien libras de mirra y áloe se presentan para embalsamar al reo. Una cantidad desproporcionada, propia de un rey: cuando parece que todo está acabado, comienza a emerger de modo misterioso su gloria. La noche se hace presente. Una noche preñada de duelo e injusticia.

De noche también se encontraron, tiempo atrás, Jesús y Nicodemo: “tienes que volver a nacer” escuchó aquel hombre que se acercó a Jesús, oculto en la penumbra, para no ser visto. Los niños, cuando nacen, abren los ojos aunque no son capaces de ver con claridad. Es lo que le pasa a aquel judío que en el fondo no hacía sino buscar la Misericordia de Dios que le mostraba el camino para la vida plena.

También el Señor quiere regalarnos a todos su Misericordia. Los días santos son el tiempo de la misericordia por excelencia. Nos lo recuerda el Papa Francisco. “Este es el tiempo de la misericordia. Cada día de nuestra vida está marcado por la presencia de Dios, que guía nuestros pasos con el poder de la gracia que el Espíritu infunde en el corazón para plasmarlo y hacerlo capaz de amar. Es el tiempo de la misericordia para todos y cada uno, para que nadie piense que está fuera de la cercanía de Dios y de la potencia de su ternura. Es el tiempo de la misericordia, para que los débiles e indefensos, los que están lejos y solos sientan la presencia de hermanos y hermanas que los sostienen en sus necesidades. Es el tiempo de la misericordia, para que los pobres sientan la mirada de respeto y atención de aquellos que, venciendo la indiferencia, han descubierto lo que es fundamental en la vida. Es el tiempo de la misericordia, para que cada pecador no deje de pedir perdón y de sentir la mano del Padre que acoge y abraza siempre”.

Aquellos dos hombres se atreven a dar el paso. Abrazan la Misericordia de Dios para con la humanidad en un cuerpo destrozado. Pero la abrazan con convicción, como si fueran a nacer de nuevo. Y sus ojos se abren.

La soledad de María

María se ha hecho presente en nuestras calles acompañando el dolor de su Hijo y enseñándonos a mirarle. El rezo contemplativo de los misterios dolorosos del Rosario nos han presentado estos momentos cargados de intensidad. La habéis portado como maestra paciente que intenta, olvidándose de sí, enseñarnos a contemplar la grandeza de cada uno de los misterios de la Pasión que nos presentan vuestras cofradías y hermandades. El paso del Stabat Mater portada por la cofradía de la Santa Cruz nos muestra el gran misterio que cada corazón debe descifrar, que al principio nos da vértigo pero que, al ir desvelándolo, engendra en nosotros alegría y la paz.

Aun así, me siento superado por el desgarro que la soledad produce en el corazón de la Madre. Ver a la Virgen Dolorosa llena el espíritu de emoción. Ver a la Madre abrir los brazos y la vida para acoger de nuevo en su seno a su Hijo, portado por la Cofradía de nuestra Señora de la Piedad, conmueve. Logroño entero se para escuchar el susurro de la Madre. Dejadme usar palabras de otro, de Martín Descalzo, y escuchad como nos narra el mirar despojado y sufriente de María, que afianza nuestro mirar dubitativo:

“Conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola ventana con luz, sólo creer, esperar, cerrar los ojos, entrar en la cuesta arriba. Sí, ayer cuando la losa cayó tras de su cuerpo, nada de ángeles, nada de voces del Padre. Sólo la noche y el sonar de los latigazos en los oídos, y las carcajadas, y las blasfemias y las risas, el golpe final de la piedra, cerrándose.

¡Qué lejos ahora lo de Belén y aun las pequeñas angustias de Nazaret cuando él se alejaba! Entonces ¿es esto ser una madre? En la noche no hay nada. Sólo la noche. Y la certeza de que el sol está al fondo y volverá mañana.
Pero, ¿por qué se ha de salvar siempre con sangre? ¿Es que son tan hondos los pecados del hombre que sólo pueden borrarse con manos y frente desgarradas? No, no le hubierais reconocido ayer si le hubieseis visto subir por la pendiente. Las madres sí; olemos a los hijos desde miles de kilómetros, porque no es verdad que salgan nunca de nosotros. Están fuera, caminan, lloran, triunfan, viven, pero no es verdad; siguen estando dentro. Ayer el calvario estaba más en mi seno que en Jerusalén, clavaban dentro, martilleaban dentro.

Por eso no hubo nadie junto a él. Juan, Magdalena… todos estaban sin estar. Y hasta el Padre se fue y nos dejó solos. (…)

Estábamos unidos, sí, pero los dos entramos solitarios en la muerte. Vi doblarse su cabeza y supe que pensaba en quienes le habían abandonado: el Padre y los hombres. Fue entonces, y no cuando los martillazos, cuando yo di mi vida.

Después de muerto volvió a pertenecerme. Quitando sangre, espinas, barro, fui reconquistando su cuerpo, y, si cerraba los ojos, podía pensar que le estaba lavando otra vez como cuando era niño. Le hablé como entre sueños. Y me pareció como si me entendiera.

Ahora ha vuelto la calma. La calma nocturna, pero calma al cabo. Ya sólo queda esperar y ver la puerta que se abre y sus ojos que brillan. Me gustaría que viniera con las heridas. Serían un buen recuerdo de este segundo parto en que le he dado a luz mucho más que la primera vez”.

El Resucitado

Tus ojos. Hasta ahora hemos mirado con los ojos de los otros. Lo que realmente importa es tu mirada, la mirada de tu fe. El borde del camino ya no es tu sitio. Como Bartimeo siéntete llamado a participar en el cortejo que acompañará, por las calles de Logroño, a Jesús Resucitado. Él lo hace todo nuevo e inunda de alegría nuestra fe y nuestra vida.
La Procesión que sale del cementerio de Logroño consigue expresar de modo sentido la Resurrección de Cristo y nos ayuda a introducirnos después de los días Santos en la serena alegría de la Pascua. El encuentro con el Resucitado te introduce en un nuevo orden, te hace salir de la realidad que aparece en principio ante tus ojos, y te sumerge en ese nuevo horizonte que solo se puede descubrir con los ojos de la fe.

La frase que pronunció aquel ciego de Jericó, ‘que vea’, puede ser de nuevo pronunciada y atendida en las calles de Logroño. Mirar a Jesús y dejarnos mirar por Él. Pasar de la oscuridad a la luz, expresa muy bien lo que entraña vivir con Cristo o permanecer sin Él. Su luz no agrede, invita; no juzga, ama.

Invitación final

Logroñeses y cofrades, amigos todos, salid a las calles de nuestra ciudad. La Semana Santa de Logroño, con las procesiones de nuestras cofradías, es un tiempo propicio para participar en estas celebraciones hondas y expresivas.
Las celebraciones litúrgicas que tendrán lugar en La Redonda y en las parroquias de Logroño, los toques de los tambores y los bombos, el olor a incienso y el colorido de vuestros trajes penitenciales, las saetas y los bailes de nuestros pasos, seguro que avivan nuestros sentidos para descubrir el hondón de lo que se representa. Ese descubrimiento, puede ser un buen motivo para dar el salto y ponernos a caminar. Para encarnar en la realidad y en la historia los acontecimientos que ponéis ante nuestros ojos, no como una fábula épica del pasado, sino como algo que ocurrió de verdad y que sigue aconteciendo en el comienzo de este tercer milenio.

La solidaridad, el compromiso con los pobres, el amor a los que sufren, la entrega generosa de lo que somos y tenemos, el amor más grande, volverá a tomar nuestras calles al paso de las procesiones. Cada imagen, cada paso, cada cofrade nos presentarán una historia inacabada cuyo final requiere tu implicación y la mía. Muchas gracias.

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