Firmas

Treinta años no es nada

Hace treinta años, huir o disfrazarse eran los remedios para sobrevivir a Logroño (ciudad), tan pequeño que no salía en el mapa. Como último recurso quedaba un río al que arrojarse, desde el de Piedra o desde el de Hierro. Quienes echaban mano al disfraz terminaban por poner despacho en Los Navarros. Y la huida no era junto a Ali McGraw, sino con Martínez, el de la mañana o el de la tarde, y transbordo en Soria si Piqueras lo permitía; un autobús en el que se podía fumar y hasta porros nos echábamos, humo de libertad. (La otra opción, el TER de las tres, sólo estaba al alcance de políticos y empresarios).

Huíamos de una juventud dividida entre los que echaban las tardes de sábado en el Cristal y los que las pasaban en el Dickens, con la calle Laurel y sus chatos de peleón a diez pesetas (a siete en El Soldado de Tudelilla) como punto de encuentro -transversalidad avant la lettre– generacional, económico y dipsómano. Huíamos de un otoño eterno en el que se apagaban los cines perfumados por Torino (juraría que hubo un tiempo en que sólo sobrevivió el Moderno, con sus sesiones de porno y sus anuncios de “Menforsán”) y no había más teatro que el Argentino, entre el Tren de la Bruja y los autos de choque Miami, por San Mateo y San Bernabé. Huíamos de un murmullo provinciano sin otra música que el pan y circo municipal en fiestas, Miguel Ríos y Ramoncín dando por el saco, y aquel Iberpop como regalo de Reyes Magos que, nos enteraríamos más tarde, no existen porque son los padres.

Apenas el Club Deportivo Logroñés recién ascendido a Segunda, pero con ademanes de Primera, nos daba una alegría quincenal en el viejo Las Gaunas, con su añejo aroma a “Farias” y su sabor a coñac barato y “skysoles”. “Si Madrid me mata, Logroño me descojona”, largábamos tan ufanos. Y así, muertos de risa y con un ejemplar de “Calle Mayor” bajo el brazo para no parecer tan de pueblo, hicimos el petate y pusimos tierra y lustros de por medio.

Que veinte años no es nada, dice el tango. Pues treinta son una barbaridad, no me vengan con milongas. Con la Universidad a tope, hoy nadie huye; y si alguien se disfraza es porque ha llegado Carnaval. Al Ebro le han salido un par de nuevos puentes y en la confluencia de Marqués de Vallejo y San Juan ahora hay un gastrobar o una vinoteca, no estoy muy seguro: una de esas cosas modernas. Los autobuses -veinte al día- disponen de internet, pantalla de vídeo individual, mingitorio y una amable señorita que sirve el papeo. Piqueras ya no es puerto, sino túnel, y eso que ni siquiera nieva como antes. Y la nueva estación de trenes no la pisan políticos y empresarios, pues viajan a Madrid en avión, tan ricamente. Lo de fumar se ha terminado en todas partes, eso sí.

El Bretón resurgió literalmente de sus cenizas y el día que no canta el Orfeón Donostiarra es porque Javier Cámara o Pepe Viyuela presentan un monólogo. Varios multicines ofrecen “día del espectador” y la vieja perfumería de Portales es un bazar oriental, mientras en la calle Mayor se confunde la música ratonera de varias actuaciones en directo. Pena que el Logroñés ya no chuta que chuta que chuta y Las Gaunas sea hoy un estadio de Primera para un equipo de Tercera: fútbol es fútbol, ya saben.

Que Logroño lo conoce hasta el Papa y es la mejor ciudad del mundo para vivir nadie lo pone en duda: No tienen más que preguntárselo a cualquier logroñés (son fáciles de distinguir por la habilidad con la que entran y salen de las rotondas). Y si, al caminar por sus calles, pisan una mierda de perro o les atropella una bicicleta, tengan paciencia: nuestras autoridades están trabajando en ello.

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