El Rioja

Los buenos tiempos del Zurra

A sus 85 años, José Antonio Moreno continúa trabajando sus viñas de Quel con el mismo afán que de chaval

José Antonio Moreno, en una de sus viñas de Quel. | Fotos: Leire Díez

José Antonio Moreno vive estos días la que es su septuagésima octava vendimia desde su pueblo natal de Quel. El Zurra, como lo conocen allá por donde va gracias a la herencia de su familia paterna, no se ha despegado de la agricultura desde que era un niño y ahora, a sus 85 años, sigue aferrándose a ella con el mismo espero y afán por criar un buen fruto. «A mí me ha gustado tanto el campo que cuando acabé la escuela mi padre me dio a elegir entre seguir estudiando o ir al campo y no lo pensé ni un segundo. Mis dos hermanos pequeños, en cambio, prefirieron estudiar, pero yo no me he arrepentido nunca de la decisión que tomé de chaval. Donde la gozo es aquí y apenas veo por la ventana la primera luz del día que ya he salido de casa», sentencia sin bajar el ritmo de las tijeras. Racimo va, racimo viene.

Avanza por un renque que es mitad garnacha y la otra mitad graciano y cuyas uvas irán a parar al vino de casa que elabora su hijo, porque el resto de la producción la vendimian con máquina. «Estos racimos son gloria para hacer vino, así bien sueltos y tan sanos porque aquí por mucho que llueva nunca se pudren las uvas. Cabeza Somero se llama este alto, que está a unos 600 metros, y da gusto ver la calidad que traen las cepas año tras año gracias a que están tan aireadas. Nada que ver con esos remojones grandes que ves en otras viñas, que acaban pudriéndose enteros con todo este agua que ha caído porque ahí se mete la humedad y ya no sale. Aunque lllevamos dos años en los que la sequía ha pegado fuerte, este año habrán caído más de 300 litros y en general las lluvias le han venido de maravilla a esta viña que hace un año había sufrido más», apunta mientras llena otro cunacho. «Esta, para mí, es la faena más dura que hay en el campo porque ahora mismo la agricultura es ir de vacaciones. Tractores, todo mecanizado,… Antes sí que se trabajaba».

José Antonio Moreno, en una de sus viñas de Quel. | Foto: Leire Díez

Por sus retinas ha visto pasar los tiempos en los que Quel era todo un mar de viñas, desde el pueblo hasta la sierra de Yerga. Luego el paisaje cambió con las esparragueras que tanto dinero dieron al pueblo y después llegaron los almendros, más fáciles de trabajar. «Cuando la garnacha inundaba esta tierra no había ni una docena de almendros. También había cepas de tintorera y de miguelete, que era una uva de granos muy gordos, con poco grado alcohólico y que daba mucho caldo. Pero sobre todo esto era una tierra de garnachas. Sin embargo, hace ya algo más de 60 años se empezaron a arrancar viñas y a poner almendros. Y luego llegaron los espárragos, que eso sí fue un cambio porque era un producto que se pagaba muy bien y, además, se pagaba rápido. Cogíamos entre 100 y 150 kilos cada día, pero claro, con las esparragueras ya no podía atender nada más porque nos tenían tres meses todos los días con mucho trabajo. Las viñas se fueron quitando poco a poco porque no se podían atender de la misma forma. En cambio, por las tardes cuando ya habíamos acabado de coger espárragos aprovechábamos para ir a los almendros, que estos eran menos exigentes que las viñas en cuanto a trabajo. Aunque los almendros también nos han traído quebraderos de cabeza, porque en un principio vimos que injertándolos con la variedad largueta se cogía mucha producción todos los años, pero lo que no sabíamos es que no era una variedad autofértil y necesitaba el polen de otras, por lo que al injertar todos los árboles iguales se nos terminó el coger almendrucos y hubo que reciclarse y apostar por variedades autofértiles», relata este veterano.

José Antonio Moreno, en una de sus viñas de Quel. | Foto: Leire Díez

También recuerda cuando la azada era su fiel compañera. Su abuelo tenía dos mulas y dos peones para labrar durante todo el año, así que a él le tocaba coger la morisca y retirar las hierbas entre cepa y cepa que los animales no quitaban al pasar. «Ibas por la mañana y hasta que no se hacía de noche no volvías a casa. Así me he tirado dos o tres meses. Vuelta para aquí, vuelta para allá. Y todas las horas eran pocas, a veces deseaba que el sol retrocediera un poquito para que me diera tiempo a acabar». Luego ya vino (por fin) el primer tractor. De aquello hace ya unos 60 años, cuando su padre Julián compró un Renault Super 7. «Le costó 205.000 pesetas y era estrecho, especial para la viña. Un tractor que aguantó en casa lo menos 33 años y que no tenía tracción delantera ni freno hidráulico, así que yo temblaba cada vez que lo cogía y prefería subir las cuestas por el campo que bajarlas por lo que pudiera pasar. El siguiente tractor que llegó a casa, un Massey Ferguson, llevará ya 20 años con nosotros».

Un tractor del que ahora el Zurra pocos días se baja. «Ya estoy desenado que acaben las vendimias para subirme al tractor y empezar a labrar las viñas y los almendros». Pero no solo va sobre ruedas, que también pisa los renques para escardar, podar, desnietar,… «Eso sí, en el tractor puedo aguantar todo el día». Faenas que compagina con las tareas del hogar de las que también se ocupa desde que su mujer empeoró de salud. «Limpio, cocino, hago la compra, pongo lavadoras… Hago lo que no he hecho nunca de joven, pero como me gusta tanto el campo procuro hacer rápido los quehaceres de casa para marchar cuanto antes y si no ya seguiré por la noche».

José Antonio Moreno, en una de sus viñas de Quel. | Foto: Leire Díez

Aunque el hacer vino nunca ha sido lo suyo, la bodega también ha ocupado muchas de sus horas cuando era un chaval. Lo que ahora ve limpiar «en cosa de cinco minutos» con mangueras a presión y agua oxigenada, en la época de los carros y las comportas el Zurra se tiraba días dentro de las cubas, frontando la escoba con sosa y agua caliente. «¡Y con el candil! Porque no había luz. Como era el pequeño era el único que entraba por los agujeros, así que siempre me tocaba a mí. Y cuando me parecía que la cuba ya estaba limpia, aún me decía mi padre que tenía que darle dos aguas más. Cuánto trabajo…», recuerda. Eso sí, el vino siempre le ha gustado y no había jornada de faena en el campo en la que faltara un litro de vino rosado por regla. «Había días en los que igual para la hora de almorzar me había bebido ya la botella, así que ya pasaba todo el día sin nada hasta que volvía a casa. Ese litro era lo único que bebía en toda la jornada. Pero me acuerdo que dejé de beber vino cuando ya en casa no se hacía, hasta que hace unos años mi hijo retomó la tradición familiar de elaborar y ahora no me des vino de cualquier bodega, por muy caro que sea y todo lo que quieras. El único vino que pruebo es el que hace mi hijo porque es el único que me sabe como el de antes, como el de casa, un vino puro».

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