Jorge Gil, Luis Salazar, Alberto Martínez, Íñigo Perea y Alain Quintana. Cinco viticultores que cultivan la historia de lo que fue Labastida, que llegó a tener 300 agricultores en el siglo XVII dando valor al viñedo y elaborando en las 260 bodegas subterráneas repartidas por el pueblo. Una historia, a su pesar, que el paso del tiempo ha borrado del mapa, pero que Remelluri se ha encargado de volver a dibujar. El afán que ha acompañado siempre a Telmo Rodríguez, enólogo y sobre todo amante de la viticultura ancestral, ha sido preservar la belleza e identidad de un pueblo, y en su caso Labastida es la tierra que lo ha visto crecer. “Tenía claro que quería ayudar a los hijos de viticultores, aquellos que están en la viña desde el principio porque creo que los grandes viticultores deberían nacer de las familias de viticultores. Yo les he cedido el espacio y ellos han traído las uvas de su mejor viña, la que han elegido, para darles la opción de elaborarlas y darse cuenta que pueden ganar mucho más vendiendo ese vino que vendiendo las uvas a una bodega”.
El proyecto Cosecheros de Labastida, como lo han bautizado, no habla en sí de un pueblo, sino de sus términos, de sus viñas más mimadas, de aquellas que sucumbieron a esas dañinas sentencias de los mercados. El proyecto Cosecheros de Labastida habla de la verdad. “Nosotros para hacer estos vinos vamos cepa a cepa y eso no nos lo puede negar nadie. La desnietamos, la esperguramos, la podamos y la cuidamos porque queremos sacar lo mejor de ese viñedo para darle un valor añadido”, remarcan.
Fue en 2020 cuando este grupo de cinco entusiastas de la viña y el vino comenzaron a reunirse en las instalaciones de la Granja Nuestra Señora de Remelluri para dar forma a un sueño después de un año de conversaciones previas, siendo la del 2020 la primera cosecha que entró en la bodega. Ahora, acercándose al comienzo de lo que va a ser la quinta campaña, esos cinco vinos saldrán al mercado a finales de año para demostrar que otra Rioja late con intensidad. La sinergia con Remelluri ha sido clave para conseguir que este proyecto llegue a buen puerto, pero la sinergia entre estos viticultores también ha sido imprescindible para que prospere. Cierto es que hubo alguno más que se subió en un principio a este tren del que luego decidió bajarse, pero todos los que se mantienen han estrechado más sus lazos tras la experiencia porque les unen dos objetivos claros: vivir de la viña y hacerlo con poco y cada vez mejor, así como crear algo propio para que el nombre de ese paraje con arraigo familiar llegue al mercado. “Y sobre todo tener la viña bonita, de esas que te quedas embaucado mirando”.
“Hay que tener claro que el relevo generacional ya no es tan potente como antes y aquí en esta zona solo se puede vivir del monocultivo de la vid, como se ha vivido siempre. Del campo se puede vivir, sí, ¿pero a costa de qué? Cada vez más nos obligan a trabajar de una manera más industrial cuando es evidente que estas viñas no se pueden trabajar de esa forma. Para hacerlo bien no podemos meternos en llevar grandes volúmenes porque entonces no lo vamos a hacer bien. Es que aquí tenemos parcelas de 2.000 o 3.000 metros cuadrados”, apunta Gil.
“Además, en estos cinco años que lleva en pie el proyecto hemos visto cómo grandes bodegas de Rioja y de fuera de la denominación estaban intentando comprar mucho viñedo en Labastida cuando antes no se habían fijado en ella. Esto es un gran peligro tanto para los pueblos como para el futuro de sus viticultores» –algo que en Francia se regula mucho más para dar prioridad a los jóvenes y las pequeñas bodegas locales–. «Todo ello ha derivado en que el precio de la uva que tenemos nosotros sea normal, pero en cambio el precio de la tierra se ha ido revalorizando mucho hasta el punto de no ser rentable y ahora asumir la compra de una parcela en venta es inviable. Nuestros padres compraban viñas a pagar en tres años y así prosperaron, pero es que nosotros no podemos comprar ahora una hectárea de viña. Por eso este proyecto surge para poder vivir mejor con poco que trabajando con mucha tierra, dando así valor añadido a nuestra explotación y a nuestro trabajo para así algún día poder hacernos con esas viñas especiales y seguir viviendo de lo nuestro. Y si ya podemos hablar del nombre de nuestra viña a través de una marca, mucho mejor”, refleja Martínez.
“La transformación en el tiempo que han vivido estos pueblos ha sido de pasar de cosecheros, cultivando tu viña y haciendo tu vino, a luego acabar solo cultivando tu viña para vender las uvas al precio que te pongan. En mi casa era viticultores, elaboraban el vino y o vendían a una bodega de Haro. Luego esa bodega compró una bodega en Galicia y ya no querían vino blanco. Luego no querían que les vendiéramos el vino y tuvimos que venderles las uvas”, añade por su parte Salazar. Martínez fue cosechero hasta 2005, pero asegura que el mercado les obligó a apartarse: “Yo perdía dinero haciendo vino porque aún recuerdo que los últimos años vendía la uva a un euro el kilo y la cántara, para la que se usaban 23 kilos de uva, la vendía a 18 euros, cuando tendrían que ser 23 si ese era el precio de la uva”.
Perea compró hace poco tiempo una pequeña viña de 96 años a un agricultor de Labastida que estaba a punto de jubilarse. Desde siempre le había interesado esa parcela, pero el vendedor pedía un precio que no estaba en los planes de este joven viticultor, además de que contaba con una bodega grande pujando por detrás. “A mí nunca me ha gustado el regateo y yo desde el principio le dije lo que le podía dar por esa viña. Y claro, él me decía que prefería que me la quedara yo porque sabía cómo trabajábamos los de casa en el campo. Al final esa bodega se echó para atrás y acabé comprándola yo por el precio que le pedía desde un principio. Al final era una viña que me iba a dar más trabajo que ganancia, pero sabía que no podía desaparecer porque son este tipo de parcelas las que nos diferencian en Rioja. Bueno, pues hace unos días el antiguo dueño de la viña se me acercó y me dio la enhorabuena: ‘No sabes el cambio que ha pegado esa viña, da gusto verla’. Y eso es lo mejor que le pueden decir a un agricultor”.
Quintana, el más joven del grupo, tiene claro que si no hubiera entrado en el proyecto de Cosecheros de Labastida de la mano de Remelluri hubiera sido muy complicado adentrarse en el sector. “En 2020 empecé a elaborar por mi cuenta porque antes solo había hecho alguna prueba en casa con alguna viña, pero vi que era completamente imposible disponer de todo lo necesario, más si cabe cuando justo estábamos en pandemia. Así que si no llego a hablar con Telmo igual ahora no estaría haciendo vino. Es gracias a proyectos como este que las nuevas generaciones podemos seguir incorporándonos al sector y manteniendo a su vez vivos los pueblos, porque si no la gente no tiene un aliciente. Y hay que desterrar ese sentimiento individualista que se ve muchas veces en el mundo del vino, algo por lo que trabaja también este proyecto porque todos tratamos de remar hacia el mismo fin”, destaca.
Lo que ha resultado de todos estos cinco parajes singulares son vinos muy diferentes. Cinco estilos muy marcados que siguen su evolución y se mantienen constantes en el tiempo. Uno más fresco, otro más suave, otro más denso y oscuro, otro con más fruta,… Los cinco vinos lucirán unas etiquetas manteniendo el mismo estilo y diseño, destacando (en cuanto a valor y en cuanto a tamaño) “Cosecheros de Labastida” y el nombre de cada elaborador junto al nombre de su viñedo: Saigoba, de Jorge Gil; Los Herreros, de Luis Salazar; Larrazuri, de Alberto Martínez; Espino Bendito, de Íñigo Perea, y Espirbel, de Alain Quintana. Todas ellas, joyas vitícolas que tantas alegrías les han dado (y les quedan por dar) y que homenajean a las manos que siempre han velado por ellas.
“Mi mayor satisfacción dentro de este proyecto es que voy a tener un vino con mi nombre. Yo sé que soy muy buen agricultor porque, al igual que todos nosotros, lo he mamado siempre en casa, donde nos han transmitido esa pasión por el campo, por nuestro entorno. El saber que voy a poder meter en una botella de vino todo eso es lo que más me gusta de este trabajo y quiero que cuando alguien pruebe mi vino le transmita todo eso que a mí me llena”. Palabras del veterano del grupo, Gil, pero que podrían extrapolarse a cualquiera de los otros cuatro. “Tal vez el día de mañana en lugar de una viña elaboramos tres. Esto es solo el comienzo”.
Estos cinco viticultores han recuperado así sus orígenes y han cumplido un sueño. La “verdad”, coinciden todos a una, es el concepto que mejor refleja la identidad de este proyecto. Aunque Telmo prefiere llamarlo “movimiento” porque su esperanza es que esto se extrapole a más pueblos y deje huella en la denominación: “Hemos actuado como una incubadora de productores, dándoles soporte comercial y burocrático, especialmente, porque las barreras burocráticas que existen son un gran problema. Pero todo lo demás lo han hecho ellos. La idea es que luego, tras su paso por Remelluri, sigan creciendo con su proyecto, dando valor a esa viña y llevando lejos su propio nombre. Pues todo esto se puede hacer de igual forma en otros pueblos, con otros viticultores y también siendo otras bodegas las que den el mismo apoyo que hemos dado nosotros. Lo bonito sería que de este proyecto se creara todo un movimiento de viticultores productores que hablan desde el viñedo, una revolución de manos de gente que también se está reciclando y está haciendo mucho más. Pero es que, además, es un movimiento fundamental no solo para los pueblos y sus viticultores, sino para todas las bodegas y el conjunto de Rioja. Hay que verlo como algo que va a dar valor a los grandes y los pequeños, una garantía de que Rioja puede volver a ser una de las mejores denominaciones de origen del mundo. Se trata de que entre todos construyamos una Rioja atractiva y más ilustrada”.
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