El Rioja

La “viñita” de Julián apta para una azada de oro

Julián Martínez, en su viña de garnacha en la sierra de Yerga

El fresco no da tregua y aún es más duro cuando el sol empieza a bajar, así que Julián prefiere llevar la cabeza protegida “que luego vienen los catarros”. Desde su cochera se vislumbra toda la sierra de Yerga imponente. “Buenas vistas, ¿eh?”. Enciende el motor de su furgoneta Peugeot y acelera bien ligero rumbo al monte dejando cada vez más lejos su Quel natal. “Hasta allí hay que subir. ¿Ves los molinos? Pues allí”. A quién se le ocurriría plantar una viña antaño a más de 700 metros de altura y tan alejada de lo urbano… “Pues yo la heredé de mi madre y ella de su padre, así que a saber quién la plantó y los años que tiene, pero más de cien seguro”.

Almendros, viña, olivos, más viña. Tierra rojiza en polvo y más almendros y olivos, pero menos viña. Julián continúa su ruta, la que más le gusta hacer, sin prisa alguna. “Y dicen que cómo no me da pereza conducir hasta aquí con lo lejos que está… Eso es porque no han conocido cuando íbamos con las caballerías, que perdíamos dos horas para ir a la viña y otras dos para volver. Eso sí era tiempo”. Será que no le produce ningún esfuerzo ir al único recuerdo que queda todavía en pie de su familia, de lo que fue su antigua vida y la de sus antepasados, de lo que fue la historia de un pueblo.

Julián Martínez ya ha soplado 82 veces las velas y como agricultor innato sabe que lo que le mantiene vivo es estar en contacto con la tierra. Llegó incluso a tener un pequeño rebaño de ovejas hace 20 años, pero pronto les dio salida. Olivar, almendros y también espárragos, como tocaba en la zona, pero sobre todo viña. Arrancó hace poco más de 20 años las cepas viejas que tenía para hacer nuevas plantaciones, aunque las puso todas al vaso porque la espaldera no le gusta. Eso sí, no se le pasó por la cabeza acercarse a la finca Barranco del Prado. “Esa es especial, una viña que se puede trabajar con azada de oro. Esa no se muere, pero si la cuidas. Porque otras se mueren bien jovencitas”.

Ahora acumula unas cinco parcelas que entre todas no llegan a las dos hectáreas de viña. “Hace 60 años tenía viñas, pero ahora tengo viñitas”, ríe al volante, “porque comparado con lo que ves ahora todo son fincas enormes, así que lo mío es un juguete”. Y por fin, las verjas. Julián ha cercado toda la garnacha centenaria que tiene y otra finca de almendros que hay al lado para evitar que los corzos la arrasen. “Si no fuera por esto ya me hubiera ido de aquí”. Y abre las puertas de su herencia más emocional para adentrarse en su joya más preciada: “A mí no me da pena morirme, lo que me da pena es que cuando yo ya no esté esta viña tampoco sobrevivirá. Ahora sigue en pie porque yo estoy vivo”.

De una tierra en polvo y esponjosa emana, como manos que sobresalen del agua, una madera vieja con algún que otro brazo ya seco y donde no se aprecia tronco alguno. “Ahora ya está prohibido plantar así, sobre pie franco como se conoce, pero en aquella época cogían los sarmientos y los enterraban en la tierra y de los diferentes nudos iba creciendo la nueva cepa. Otras ‘faltas’ se cubrieron más tarde con los tradicionales morgones. Hay menos de dos metros de anchura entre hilera e hilera, así que aquí me apaño con mi Pascuali, que es estrechito para poder labrar bien”, explica este veterano de la viticultura tradicional que ya ha podado todas sus viñas.

En la zona más ladera de la viña y más próxima al pinar las cepas ya adquieren forma de candelabro con siete u ocho brazos incluso. “Esa está de foto, ¿eh?”, apunta Julián señalando con sus tijeras de podar a una majestuosa vid. Esa y otras muchas cepas más están de exposición. “Y las uvas que sacan… ya ni te cuento. Cuando la trabajaba mi padre recuerdo separar esta garnacha para plaza, que era como se le llamaba al mercado El Raso de Calahorra. Allí la llevábamos como uva de mesa, para comer, y anda que no sacábamos dinero con ella. Si el kilo de uva se vendía a tres pesetas, para plaza la lográbamos vender a siete pesetas por lo menos. ¡Nos la quitaban de las manos! Esta viña siempre ha dado una uva buenísima, con un brillo y un sabor… así que ya desde hace muchos, muchos años la cuidábamos como la mejor de la casa”.

Y así presume de su viña al igual que del tiempo que le ha dedicado durante décadas. Pero el trabajo no le pesa es sus más de ocho décadas pisando la tierra de Quel. De nuevo en su Peugeot, vienen a la cabeza de Julián sus años de chaval cuando iba a vendimiar en tierras de la ribera. “Tendría 15 o 16 años. Ya había dejado la escuela pero yo bien contento iba al campo que era lo que más me gustaba. Fui a Alcanadre con otra cuadrilla de Quel a cortar uva y allá se nos pasaba el día de camino a la viña, que costaba lo suyo yendo andando, vendimiando, y vuelta a casa otra vez. O mejor dicho, al pajar, porque dormíamos en paja todas las noches. Al menos nos ponían bien de comer”, recuerda.

“A mí el campo me da la vida, pero estar aquí pegadito al monte es lo que más me gusta porque el aire de la sierra es lo que me mantiene todavía en pie, como a mi viña. Bueno, eso y el vasito de vino que me tomo en cada comida. Yo se lo digo hasta a los médicos, que salgo malo de casa y a la vuelta del campo ya estoy bien. Eso será por algo”.

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