El Rioja

El arte de observar y mimar el viñedo bajo la sombra de Cupani

Enrique Eguíluz (padre) junto a sus hijos Enrique y Miguel en uno de sus viñedos en San Vicente de la Sonsierra

“San Isidro Labrador, reparte el agua y el sol” porque el campo avanza veloz en su madurez sin intención alguna de dar descanso a sus guardianes. “En cuestión de una semana las cepas han pasado de tener las yemas hinchadas a tener que espergurarlas ya”. Pero antes toca acabar de injertar las faltas que no afloraron el año pasado después de estar casi una semana recorriendo varias fincas.

En el paraje ‘Montebuena’, término de San Vicente de la Sonsierrra pero al límite con Labastida, la familia de Cupani tiene apenas cuatro hectáreas de viñedo repartidas en varias parcelas con algunos frutales que les hacen compañía ante la permanente presencia del abuelo Rufino, retratado a mano sobre la pared de una choza, que vigila el buen hacer de sus discípulos. “Porque el pueblo era conocido por hacer las cosas muy bien y gestionar una buena cuadrilla de trabajadores”.

“La gozaría” viendo a su hijo y sus nietos crecer, y aprender, entre viñas. Tres sombreros de paja recorren una mañana temprano el terreno labrado dejando atrás cepas jóvenes de tempranillo injertadas hace un año que ya brotan lustrosas y buscando las que no han corrido tanta suerte. Sobre estas se forma la sombra que deja la atenta mirada del conocimiento. Enrique Eguíluz (padre), marcando los nuevos injertos y echando tierra fresca para enderezar los troncos del año pasado; y sus hijos Miguel y Enrique, ahuecando la tierra con la morisca mientras el otro, rafia en mano, prepara la nueva planta.

Primero, un corte en medio del injerto americano donde se introduce el sarmiento, “poniendo una de las caras bien pegada a las paredes del injerto para que empadrone, que encaje bien para que la pared sea toda una, colocándolo de manera que el ojo que queremos que brote lo haga en dirección norte para que el viento lo sujete y no tumbe después la cepa. Se ata firme con rafia y después se cubre de tierra para no dejarle oxígeno, pero sin presionarlo, porque el brote debe salir a la superficie sin desviarse”.

Cada paso, cada decisión, es una verdadera declaración de intenciones que determinará la longevidad del viñedo. Bien sabe de ello este equipo de viticultores que aman la tierra e injertan sus viñas como se hacía antaño. El veterano de la cuadrilla insiste: “Esto se trata de observar, observar mucho. Tanto el suelo como la viña”. Y mimarlos. Porque antes de plantar vid, esta parcela pasó más de diez años ‘desintoxicándose’ de los productos químicos que su anterior dueño aplicaba.

“¿Que por qué hacemos esto? Nos gusta discurrir y preguntarnos por qué se comporta así la viña. Es una forma de trabajar diferente que implica más tiempo y más esfuerzo, sí, pero queremos que nuestro trabajo no sea en vano al cabo de unas pocas décadas. Yo respeto lo que hace cada uno en su viña, pero creo que, aunque esta filosofía no sea el presente, sí será el futuro y muchos volverán a ello, a lo que hacían nuestros padres y abuelos. Eso sí, siempre y cuando quieran conservar sus sarmientos y tener una viña capaz de hacerse vieja, una viña que dure 80, 100 o 120 años para recoger calidad durante mucho tiempo”, afirma con convencimiento Enrique (hijo).

Porque ellos, además de mirar las cepas, también ponen atención en el resultado que estas dan en la copa y por ello quieren que el vino que emana de sus tempranillos refleje ese afán de trabajo que han logrado que enraice con fuerza en cada paraje. Pusieron a su bodega de nombre Cupani, una antigua sinonimia de tempranillo porque es esta la variedad que inunda la mayoría de sus viñas (junto con un pequeño porcentaje de viura), y han conseguido que esta marca sea sinónimo de arraigo y respeto a la tierra, de esfuerzo y singularidad. Porque esto, más que una labor agrícola, es arte.

Más de una semana estuvieron el año pasado injertando esta viña de unos 5.700 metros cuadrados con los sarmientos seleccionados de la poda de invierno y que después conservaron en una cueva al fresco porque deben estar verdes. Pero antes, en 2020, tuvieron que hacer las mismas pasadas para plantar las varas americanas, “y con cuerda, nada de cadena o láser”. “Son injertos casi en peligro de extinción porque son más largos que los que venden los viveristas, permitiendo que la raíz llegue más al fondo y que sea más resistente ante periodos de sequía”.

Una parcela que plantaron en 2020 a lo corto, a pesar de que varios cuestionaron su decisión (entre ellos, el abuelo materno). Pero todo tiene su porqué. “Si lo hacíamos con renques más largos nos arriesgábamos a que una tormenta arrasara las plantas. Así conseguimos que se retenga el agua mejor y no haga tanto daño en el suelo, a la vez que se alarga la vida de la viña. Miedo me da imaginar qué hubiera ocurrido el año pasado con esa gran tormenta que tuvimos”, apunta Miguel.

Los tres sombreros de Cupani avanzan por la tierra mientras el sol ya se va poniendo más firme y la hora del almuerzo se echa encima. Después de esta labor tocará acercarse a la Finca San Andrés saco de azufre en mano para que la vid crezca fuerte y sana. Otra tarea “de nuestros padres” que muy pocos están dispuestos a hacer hoy en día. “Nunca se trabaja lo que ha trabajado el viejo, dicen, pero nunca has metido tantas horas como ahora”, apunta el joven de casa. Y esto les reconforta.

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