CARTA AL DIRECTOR

Paso de la flagelación de Jesús

FOTO: Jaime Ocón

El primer dolor de Jesús. El que más duele. El que por nuevo más siente. El que si desde la primera rozadura, sabe que le irá llevando lentamente hacia morir, quizá sienta el miedo de no poder resistir con entereza hasta el final ese sacrificio infinito, que sólo es un hombre.

Sí, el primer dolor de Jesús. Y con el flagelo: esas correas cuyas puntas tienen rabiosos dientes de plomo. Sí, su primer dolor junto al grito que estrena la garganta. Luego una miríada de pequeños volcanes reventarán y anegarán su espalda de ese rojo terciopelo escondido: su primera inocente sangre derramada…

Y ahí, de pie, entre la muchedumbre, mira el bellísimo paso, es el de la Cofradía de la Flagelación de Jesús, tallado por la gubia mágica del riojano Vicente Ochoa. Tres imágenes: El Cristo flagelado atado por las muñecas a una media columna de mármol sobre la que se apoya con el torso desnudo, tiene medio flexionadas las rodillas. En el rostro mantiene ese amargo gesto de abandono de cuando de tanto castigo recibido, la carne ya ni se estremece y el grito es ya sólo un susurro de hierro; da su espalda desnuda a otra imagen: el verdugo, el sayón que lo golpea con rabia, que lo descarna. El otro sayón, la tercera imagen, deja de azotarlo, y le pide a su compañero verdugo con el brazo derecho en alto, que pare ya con el castigo, que no aguanta más el ver tanto ensañamiento, tanto dolor.

Cuando el tiempo deje su pátina dorada, su polvo celeste sobre la madera de este paso, el riojano Vicente Ochoa será recordado, si no lo es ya, como el gran imaginero que fue del siglo XX. Realista y bella estampa detenida que parece que pide que des un chasquido de dedos para que vuelva a echar a andar la escena. Parece de carne y hueso. Te extraña que te emocione, que te transporte sin esfuerzo a ese momento, a ese mismo camino del calvario de Jesús: Es el milagro del arte que logra remover tu ternura y tu piedad.

Sale al anochecer del Martes Santo desde la Iglesia de Santa Teresita. Lo acompaña la banda de timbales, tambores y cornetas de la cofradía, que orea las calles de Logroño de sones que son como jirones de dolor: retumbos de flagelos mojados con la sangre de un inocente que deja la piel del aire, arrugada, temblorosa, como si alguien desde el cielo arrojara una piedra al estanque de la espesa noche herida de la Semana Santa de Logroño…

Míralo, está ahí para que te dejes envolver en el doloroso perfume de la memoria de su entrega. Te invita a buscarte, muy adentro, ese lugar donde uno no se engaña, a que levantes ahí, en este monótono rodar de los días, tu cabaña de estrellas, tu manera de vivir, que comprendas que la felicidad consiste en no tener casi deseos, ni miedos, como Jesús que empieza su renuncia en su primer alarido de dolor.

Acompaña el paso por las calles hasta la parroquia, o si pasa por debajo de tu casa, asómate al oír los redobles de los tambores golpeando en el cristal de tu ventana, su escalofrío. Ese hombre, flagelado, morirá al caer la tarde en la encrucijada de sus dos maderos.

Al verle en ese instante, detenido, azotado, envuelto en las esquirlas de los sones de la música (no hace falta que creas en él a pies juntillas), por qué no le susurras algo, no sé, bastaría con un requiebro tímido, nadie te verá ni te oirá desde la altura, o entre la gente, simplemente, cierra un momento los ojos, y deja que como un ala del sueño se te cuele su parábola por una rendija de tu intimidad. Seguro que quizá, nazca ahí, para ti, ese hombre inocente, el mismo que decía que dentro de uno está el paraíso, o que tu mano izquierda no sepa nunca que tu derecha tiene un secreto (de la generosidad no se alardea, es humilde, no tiene nombre ni apellido), o que antes de ver la paja en el ojo ajeno mires la gavilla en el tuyo. Y es que hay como una sola metáfora que explica el mundo, y que mana de ese inocente cuerpo ensangrentado, como si el sentido de la vida se consiguiera con sacrificio, con renuncia: sentir uno el hueco de entregarse, el hueco de amar sin esperar nada a cambio.

Mientras ves cómo se aleja, o si acompañas el paso camino de la parroquia, recuerda que ese hombre está empezando a morir, para que tú no mueras.

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