El Rioja

El culto a la maturana tinta

La enóloga Elena Corzana, en su viñedo de maturana tinta de Navarrete

La hija del relojero de Navarrete es una auténtica guerrera. Menos mal que hizo caso omiso de algunos juicios familiares y demostró, a los de casa y los de fuera, que de aquellos depósitos iba a salir el resultado de una valentía y poderío únicos por poner esta tierra roja y su potencial vitícola en lo más alto. Elena Corzana es ingeniera agrónoma, enóloga y sumiller y hace apenas un año dio el salto a embotellar su historia y la de un pueblo de tradición vitícola.

Tuvieron que pasar varias vendimias más allá de estas fronteras, entre Montpellier, Nueva Zelanda, Australia, Sudáfrica y Chile, para que la morriña llamase a su puerta, hacer un alto en el camino y abordar una nueva aventura, esta vez desde el nido familiar. Su obsesión: devolver a Navarrete la autenticidad de un ‘terroir’ perdido con los siglos plantando cepas de maturana tinta. Una uva que fue recuperada en la DOCa Rioja en 1991 de la mano de los reconocidos Fernando Martínez de Toda y Juan Carlos Sancha y cuyo perfil genético coincide con el de la variedad francesa casi desaparecida castets.

De aquellas primeras 35 cepas que se encontraron en la localidad riojana (ya son 229 las hectáreas plantadas que se reparten por la denominación a día de hoy), ahora Elena posee la que fue la primera viña plantada con esta variedad en Navarrete. “Son un total de 2.000 cepas repartidas en dos parcelas en ecológico que fui completando con más plantas en 2014 en el término La Lámpara, mientras lo compaginaba con mi trabajo en Madrid. Así que aquí tiraba de mi tía, que la tenía midiendo la temperatura y la densidad y haciendo los remontados”, recuerda.

Prima de la cabernet franc, la maturana tinta mantiene esos aromas a pimiento y cacao que Elena saborea en cada muestreo que hace antes de vendimias, cuando más madura está la uva. “Por eso en la maturana busco frescor, no demasiado alcohol, que sean vinos de trago largo. Si tengo que elegir un grado alcohólico ideal me quedo con los 13,8”.

El primer vino lo hizo en el 2016, “con aquella tercera hoja de la que se cuenta que da tan buena calidad como si se tratara de una viña vieja porque todavía no da el cien por cien de su producción”. Lo hizo en una barrica de la que todavía atesora bajo llave alguna que otra botella, sintiendo “una verdadera curiosidad porque no era nada habitual a lo que estaba acostumbrada a probar en Rioja”. Pero aquello fue un experimento de prueba y error.

En ese afán de reflejar fielmente los aromas de la tierra sin alterar el vino, la enóloga hizo gala de grandeza de otro de los sellos de identidad de su Navarrete natal que acompañaron también a su familia: las ánforas de barro. El primer año empleó una barrica porque no había disponibilidad de estos recipientes milenarios ni tanta costumbre de elaborar en ellos, pero al año siguiente se pasó al barro, que le fascinó por completo.

“La tinaja deja probar la uva pura y redondea muchísimo la boca, mientras que la madera siempre le da un gusto al vino y le aporta más dulzor. Las diferencias están más que demostradas y dan otras posibilidades revalorizando a su vez las variedades locales. Estamos de suerte porque ahora se lleva la diversidad, la pureza y lo auténtico. Por no hablar de su potencial de cara al cambio climático, ya que cada vez conseguimos vinos más alcohólicos y la tinaja logra equilibrar esos niveles con la frescura de la fruta”, describe la enóloga.

Pero no ha sido hasta este pasado octubre cuando la añada 2019 de su maturana tinta ha visto la luz en el mercado. Tan solo 600 botellas para guardar un sinfín de emociones y que ya se han agotado, así que Elena apura los tiempos para sacar ya la de 2020. “Esto es origen, auténtico kilómetro cero. Es historia de un pueblo, pero también mi historia, tal como reflejo en la etiqueta”, ensalza al tiempo que muestra el diseño de un reloj de arena en honor a la profesión de su padre que a su vez ramifica como un árbol genealógico que simula a los rayos de una lámpara.

Mientras hace girar el vino en la copa, se enamora, más si cabe, de esa intensidad de color que deja esta uva de pequeños granos exprimida. Suena de fondo ‘A heartbreak’, de Angus y Julia Stone, en la pequeña cochera de su abuelo donde antaño practicaban la matanza del cerdo y ahora “la nena”, como la llama su tío, hace vino. Reformada recientemente, Elena espera ocuparla pronto de barricas y tinajas, pero dejando un espacio para esas catas con amigos. “Quiero crear algo acogedor, donde venir y disfrutar con mi gente, porque de eso se trata el vino. Descorchar y disfrutar, y con música mucho mejor”.

A esta enóloga no le gustan los retos sencillos. “A mí me gustan las uvas complicadas”. Así que su nueva creación ha sido un monovarietal de graciano que ya tiene la etiqueta en imprenta, una obra de su amigo y artista José Uriszar que engloba importantes valores para Elena: la amistad y el vino. “Esta vez me he ido a la Sonsierra, hasta San Vicente y Labastida. Tengo buena cuadrilla allá y un 31 de octubre soleado de 2020 vendimiamos la viña de un amigo. Esperaba sacarlo a finales de año, pero creo que adelantaré el lanzamiento porque está… ¡Increíble!”.

Sigue tanteando nuevos proyectos, porque el cambio es parte de su esencia. “Tengo vicio de aprender y probar nuevas cosas. Como una vuelta a los Rioja más clásicos como los reservas, que son una buena expresión de lo que es esta denominación. Soy muy partidaria de mezclar variedades, de darle a un vino ese año y pico de barrica, su tiempo en botella y ya al sexto u octavo año saborearlo. Por eso este año me voy a dedicar a plantar mi tercera viña con maturana tinta, blanca y alguna otra variedad más”.

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