El Rioja

El vino que abre las puertas del cielo

Javier San Pedro, en su bodega de Laguardia

A buen recaudo guarda San Pedro las tres llaves del cielo que un día Jesucristo le confió. “… Y lo que ates en la tierra, será atado en los cielos; y lo que desates en la tierra, será desatado en los cielos”. Le otorgaba así los plenos poderes para manejar a su antojo, para hacer y deshacer. Y en su homólogo terrenal se hallaba otro San Pedro, uno más joven, con una visión rompedora, pero que de igual forma poseía las llaves para abrir las puertas de un nuevo mundo con mucho color, acidez y singularidad.

Y lo abrió. Pocos sabían que aquel niño que jugaba entre las barricas de su abuelo llegaría un día a tener su propia nave, sus propias viñas y hasta su propio wine bar. Pronto comenzó a andar solo con la única certeza de crear algo propio, ser una especie de referente. Javier San Pedro Ortega es la quinta generación de una familia dedicada al vino y al viñedo asentada en Laguardia y ahora la potestad que le dan esas llaves, impresas en cada uniforme (son el logotipo de su bodega), le deja crear cosas que escapan de la cotidianidad del sector.

Muchos le conocerán por ese semidulce que inunda los bares y restaurantes de Logroño. Lleva por nombre Anahí, en homenaje a su madre Ana Isabel. Pero ahora ese blanco solo supone el 20 por ciento de su comercialización (vende al año unas 350.000 botellas). El verdadero salto al estrellato de Javier llegó poco después, con el tempranillo blanco nominado al mejor Vino Revelación por la Guía Peñín. “Ahí me disparé”. Y ese disparo llegó muy lejos.

Javier San Pedro en su viñedo La Taconera, en Laguardia, plantado en conducción vertical | Foto: Leire Díez.

No le va eso de escuchar los comentarios ajenos. Muchos en el pueblo le dijeron que en aquella viña vieja que había plantado en conducción vertical se iban a quemar las uvas, pero lo cierto es que los racimos se airean y en las horas más cálidas del día se quedan protegidas bajo ese sombrero. Ese viñedo, que compró con sus escasos 17 años gracias al dinero que sacaba los fines de semana sirviendo copas, da ahora nombre a su vino de finca La Taconera. “Esta parcela de 1920 era singular antes de que sacaran lo de ‘Viñedo Singular’. Dicen que es buena porque es vieja, pero yo creo que es vieja porque es buena, sino la hubieran arrancado”.

También ha dejado de atender a las puntuaciones de los críticos. “Antes me afectaban demasiado, vivía por y para eso y era un drama porque creaba para gustarles. Ahora ya no, ahora me da igual todo”, reconoce con una sonrisa vacilona. Este alma libre de la vinificación asegura que en el último año “ha despertado una nueva bodega, una que sale, empresarialmente, de la adolescencia como quien dice”.

Y al igual que Jesucristo dio plena autoridad a Pedro con las llaves del Reino de los Cielos, y también se la dio a los Apóstoles, de vuelta a la vida terrenal se hallan cuatro pilares sobre los que se sostiene la divina creación de Javier y que también merecen su bendición. “Son mi mano derecha. Funcionamos como una jauría de lobos que actúa unida. Soportan mis manías y ya han aprendido a manejarme”. Ellos son su amigo Santi, manejando las máquinas de producción; Noelia, a los mandos de la administración, y María, a pie de viña como responsable de campo. Y todo el equipo al completo, como si de una gran familia se tratara, con un único pensamiento: “Crear, crear y crear”.

Y cuando Javier habla de manías, se refiere a muchas. Junto a ese espíritu joven que rebosa por las instalaciones de la bodega, la perfección, el orden y el control sacan a lucir sus mejores galas. Una personalidad intensa la de este viticultor y enólogo que le hace vivir “en una angustia continua”, y es que el vino no entiende de números ni de reglas a seguir. Así que él va haciendo sus tablas internas, como él las llama, para ver que en diez o quince años llegará a tener mejor controlado el asunto.

Javier San Pedro en su bodega de Laguardia | Foto: Leire Díez.

Los engranajes de la vendimia en Laguardia comenzaron a girar hace poco más de una semana (aunque con algún que otro contratiempo mecánico) con los primeros tempranillos blancos, pero todavía no funcionan a pleno pulmón. El astro se ha despertado danzarín y nos da los buenos días en esta mañana de septiembre con nuevas gotas después de la lluvia caída durante la madrugada.

Javier aguarda ansioso a que sea temporada alta de cesto y corquete para, un año más, cumplir con la tradicional “dieta” del personal de la bodega. “Aquí nos cocina Merche, la madre de Noelia, el desayuno, la comida y la merienda para que no tengamos que preocuparnos por nada. Y es que cocina increíble. Pero una vez acabamos vendimias, nos pesamos todos y el que pese más que al comienzo de campaña es que no ha trabajado lo suficiente y le toca pagar una ronda de copas al resto”.

Son momentos, como en cada bodega, de estrés máximo, de querer llegar a todos los sitios. “Y si en vendimias no se puede dormir, pues lo siento en el alma pero no se duerme. No concibo irme a casa y dejar ocho horas muertas ahí el mosto de un blanco, por ejemplo, reposando en un depósito. Si me lo puedo evitar, mejor. Al fin y al cabo, el hecho de que seamos tan exigentes con todo el proceso de elaboración, así como con cuestiones como el etiquetado, las visitas o el wine bar, no es más que una prolongación de lo que hacemos con los vinos”, apunta Javier mientras se llena la copa con uno de sus vinos: Viuda Negra Nunca Jamás. Y ya van 17.

La bodega se está quedando pequeña y el proyecto de ampliación ya está sobre la mesa, pero la cabeza de Javier funciona de una manera peculiar. A la vez aspira a alcanzar un periodo de serenidad en el que no se creen nuevos vinos ni se crezca en volumen. Parece que sus manos van por su cuenta y ya tiene embotellada otra sorpresa de la que no quiere soltar prenda (solo avanza que está fuera de la DOCa Rioja).

Y mientras unos están ya en la línea de salida, otros parece que van a retroceder. Perfeccionista e inconformista. Así es Javier. “Quiero afinar muchísimo más determinados vinos de la bodega y deshacerme de otros, con todo lo que conlleva porque sé que los distribuidores se me pueden echar encima, pero lo que busco con mis vinos es que la gente vea que somos de fiar. Es una pena, pero realmente no sé disfrutar de todo lo que he creado. Busco tanto la perfección que por eso probablemente no disfrute de mis vinos nunca y es esta personalidad la que hizo que me fuera de la bodega de mis padres”.

Cada día en Javier San Pedro Ortega es una aventura. Lo mismo el personal se pone una careta y aparece disfrazado en la sala de depósitos, que la firma da a luz a una ginebra o el cabeza de esta familia decide hincar un Ebro inclinado en el jardín, rememorando así los viejos tractores con los que se labraba antes la viña. Otra idea que ronda su cabeza: convertir la zona donde se asienta su bodega, Ysios y algunas que otra más, en el nuevo barrio de bodegas de Rioja Alavesa (“para hacerle la competencia al de Haro”). “Lo extraordinario es tener una manera única de hacer las cosas sin importar lo que piensen fuera y cualquiera que venga a visitarnos puede comprobarlo porque las puertas siempre están abiertas”. Pues eso. Piensa menos y siente más.

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