Elisabeth era de esas mujeres conscientes de que el virus no es una tontería ya desde el principio. Los problemas respiratorios de una de sus hijas le hizo, quizás, tener más precaución que otros a la hora de enfrentarse a un posible contagio. En el confinamiento más duro recuerda que no salió ni un solo día de casa y durante el verano suspendió todas y cada una de las celebraciones y actos que había previstos en su casa. Sus 46 años y su salud de hierro le hacían no pensar ni un minuto en ella. Sus padres, sus suegros, sus hijas… eran todas sus preocupaciones. Pero está claro que la COVID da donde uno menos se lo espera y el pasado 12 de septiembre empezó una historia que le ha cambiado la vida de manera drástica. Aún no sabe a ciencia cierta dónde lo pudo pillar porque sus salidas eran sólo para lo más esencial, pero el virus llamó a la puerta de su casa. Después de su suegro, el resto de la familia dio positivo.
«Nos encerramos en casa antes de que nos rastreasen y gracias a Dios no tuvimos que dar ningún contacto más que los del ámbito domiciliario. Nos dijeron que hasta el 26 de septiembre no podíamos salir de casa y fuimos tan ilusos que creímos que ese día terminaría nuestra relación con la enfermedad». Su marido tuvo un par de días dolor de cabeza, una de sus hijas perdió el olfato y la otra fue totalmente asintomática, pero las cosas se fueron complicando. El suegro de Elisabeth tuvo que ser ingresado en el hospital de Calahorra. Un traspiés, pensaron, pero dentro de la normalidad. Era una persona mayor.
Nada podía hacer sospechar que ese solo sería el inicio de las complicaciones. Pero unos días más tarde Elisabeth comenzó a tener fiebre. No era una fiebre demasiado alta pero no conseguía bajarla con ningún medicamento. «Estuve unos días que me dolía todo pero no me dolía nada. Es difícil de explicar. Sientes como si te hubiesen dado una paliza. No logras conciliar el sueño y las noches se me hacían eternas», va detallando poco a poco con una voz quebrada que se obliga a recordar uno de los peores tragos de su vida. «Recuerdo que intentaba conciliar el sueño en el salón pero era imposible y eso poco a poco te va afectando cada vez más». A los siete días notó una leve mejoría.
Cuando llegó la ciclogénesis explosiva
Estaba convencida de que todo se había pasado cuando llegó el octavo día de la enfermedad. Llegó la ciclogénesis explosiva. «Pensaba que me estaba muriendo. Sólo quería que me bajasen la fiebre. Como fuese. No aguantaba más», dice, pasando de puntillas por los últimos recuerdos que tiene de ese día. Su marido llamó a la médica de Rincón de Soto. En minutos se presentó en casa. «Recuerdo que me colocó boca abajo (la posición decúbito que tantas vidas está salvando) y que llamó a la ambulancia. Yo sólo quería llegar al hospital de Calahorra y que me diesen algo para dejar de encontrarme tan mal».
Y llegó al centro sanitario, pero la gravedad ya era extrema. «Me pidieron el teléfono de mi marido. Dicen que yo misma hablé con él, pero la verdad es que ya de eso no tengo recuerdo». La sedaron, la intubaron y una UCI móvil la trasladó directa a una de las camas de críticos del Hospital San Pedro de Logroño. No había tiempo que esperar.
Los recuerdos de Elisabeth saltan, como si se hubiese metido en una máquina del tiempo, a siete días después. Sólo recuerda sonido de agua. «No sé si es que tenía alguna fuente cerca o no dejó de llover esos días, pero yo solo tengo el recuerdo del sonido de agua y un pensamiento: el Ebro. Quería volver a verlo». Nada más. Ni la lucha de los sanitarios por salvar su vida, ni la desesperanza de su familia de no tener noticias de ella más que una vez al día. Ella no recuerda nada. Ni siquiera la visita que pudo hacerle una amiga que trabaja de sanitaria en el hospital. Ella dice que me hablaba, pero yo no recuerdo nada. La más absoluta nada. «Las primeras palabras que recuerdo fueron de una enfermera. Me dijo que ya tenía ganas de verme la cara, por lo visto estuve boca abajo todo mi paso por la UCI».
«Piensas que se te va y que puedes hacer muy poco»
En su casa, la respiración, como la de Elisabeth, estaba contenida. «El susto del sábado cuando hubo que llamar a la ambulancia fue enorme. Nadie es consciente de lo mal que se pasa porque ves que se te va y que puedes hacer muy poco», cuenta Javier, su marido. «Y se la llevan y no sabes ni para cuánto ni cómo ni si la volverás a ver. Los dos primeros días fueron tan duros que es casi imposible recordar. Estás aislado porque tú también estás enfermo. Estás sólo. No tienes información, no sabes si está o ya se ha ido… es muy duro», va relatando poco a poco sentimientos que aún no se ha atrevido ni a hablar con su mujer.
«No hay consuelo cuando te llaman de Logroño y te dicen que la cosa está muy complicada, que te vayas preparando para lo peor». Ese fue el momento más duro. ¿Cómo explicárselo a una joven y a una adolescente? ¿Qué decir cuando te llaman los padres de Elisabeth para preguntarte qué te han dicho? «No sabía más que llorar y pensar que era una pesadilla lo que estábamos viviendo».
Cada día esperaba a las tres de la tarde la llamada del Hospital San Pedro. «Si por lo que fuese se retrasaba la hora, esos minutos se te hacían eternos. El resto del día, en casa, recibiendo llamadas para preguntar sin saber muy bien qué decir», cuenta con la tranquilidad que da que el peligro haya pasado.
Con el paso de los días empezaron a llegar buenas noticias. «Parece que la cosa va mejor, te dicen. Pero claro, ni puedes verla ni puedes hablar con ella. Sólo te queda la esperanza de que lo que te están dando son buenas noticias pero la cabeza no deja de dar vueltas», cuenta. Saben que el plasma donado por otros enfermos y el trabajo intenso de los sanitarios le ha salvado la vida. Elisabeth está deseando que su plasma también pueda ayudar a otras personas. «Es un tubito de sangre que puede salvar a cuatro personas».
El momento del miedo tras la tormenta
Una semana en la UCI, suficiente para haber dejado a Elisabeth molida y a un pueblo casi en silencio. «Recuerdo que en ese momento en Rincón de Soto había muchos casos, la mayoría eran de gente muy mayor pero cuando la gente se enteró de lo de Elisabeth algo cambió en el municipio, muchos fue entonces cuando se dieron cuenta de la gravedad de este virus», dice Javier.
Han pasado casi dos meses. Elisabeth ya está en casa. Aún no es la misma. Lo intenta pero hay algo que puede más que ella. «No se si las piernas me siguen temblando al andar porque tiene que ser así o porque aún no se me ha ido el susto del cuerpo», cuenta. Ahora tiene miedo. «Es un miedo incontrolable, ¿y si me vuelve a pasar? ¿y si me quedan secuelas?», se pregunta sin saber si quiere o no saber la respuesta.
Cuando los médicos salen en los medios y nos dicen que hay gente joven en las UCIS somos incapaces, en la mayoría de las ocasiones de ponerles cara, voz, nombre, recuerdos compartidos. Quizás sea esa la distancia que marca hacer las cosas bien o pasar de lo que tenemos encima. «Quiero que la gente sea consciente de que nos puede pasar a cualquiera, de que estoy viva de milagro, de que tenemos que ser muy responsables para que el menor número de familias pasen por lo que hemos pasado nosotros». Esa es su lección de vida, debería ser la de todos.
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