Hay quien opina que el ser humano empezó a creerse dios de su mundo cuando osó trasladar al lenguaje su incertidumbre sobre el futuro, trocándola, así, en certeza. Es esta, en cambio, una certeza soberbia y, en cierto modo, hasta atea, en tanto que no considera una posible injerencia de la mano divina en el ‘flumen’ vital.
Como hispanohablantes y, más aún, como españoles, estamos acostumbrados a referirnos a nuestros programas y a nuestros proyectos con formas como haré o iré, sin atenuantes que sí vienen usados en otras lenguas, como la inglesa (may, might). Quizá en este sentido más prudente, o más sumisa, vaya usted a saber, pues la sinonimia puede llegar a resultar burlona e imprevisible.
No decimos «puede que suba», sino «subiré» o «voy a subir», en su modo perifrástico. Del mismo modo, su condicional «subiría» tampoco parece una opción para el español empoderado, al no reconocer este la existencia de ninguna condición capaz de hacer frente a su voluntad de futuro, de vida.
Sin embargo, todo ello poco importa ya, porque la crisis del coronavirus nos ha arrojado de vuelta a este árido cementerio de ilusiones que es el presente y ahora formas como» viajaré», «trabajaré» o «besaré» ya no nos engrandecen los corazones, no nos endiosan y acaso nos sirven para seguir creyendo en la misma raíz de su verbo.
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