Especial Enoturismo

La Rioja Baja: la gran desconocida

FOTO: Fernando Díaz

Un paisaje de belleza indomable se despliega en la zona más oriental de la región. Marcado por la historia milenaria que yace bajo la superficie de la tierra, se encuentra uno de los mayores tesoros ocultos. Huellas de dinosaurios, cuevas ancestrales, aguas templadas, ciudades inexpugnables y barrios de bodegas sirven como puente entre pasado y presente, un cruce de caminos rico en historia, arqueología y paleontología que poco a poco va saliendo a la luz con el propósito de darse a conocer y quedarse en el corazón de los turistas que lo recorren.

El legado de una de las zonas menos conocidas de la región trasciende los límites del tiempo. El Alto Cidacos ofrece una de las mayores riquezas paleontológicas del país. Allí, hace unos 120 millones de años se extendía un paisaje asombroso: un delta de clima suave, salpicado de numerosas zonas pantanosas y cubierto por una densa vegetación. El hábitat perfecto para que los dinosaurios dejaran su huella en la historia.

Más de un centenar de yacimientos revelan la presencia de toda clase de dinosaurios en un afán por seguir descubriendo que no deja de asombrar al mundo. Accesibles para los visitantes ávidos de historia y para los amantes de estos mastodónticos antepasados, se puede disfrutar del primer yacimiento europeo y el tercero del mundo en número de huellas. Un patrimonio esculpido en roca que recuerda la inmensa relatividad del tiempo.

Agua y roca se dan la mano además en las termas de Arnedillo. El agua brota del corazón de la tierra en medio del valle. Aguas terapéuticas que ofrecen alivio para el cuerpo y el espíritu. Más que simples fuentes de salud, símbolos de renovación y conexión con la naturaleza.

Otro de los tesoros de La Rioja Oriental es, sin duda, el yacimiento de Contrebia Leucade. Anclado como un testamento viviente de la historia antigua, trasciende el mero valor arqueológico para erigirse como un monumento a la grandeza y la resistencia del pasado. Testigo de civilizaciones olvidadas y momentos de esplendor perdidos, este enclave revela capítulos fascinantes de la vida, ofreciendo un duradero relato de la vida cotidiana, las costumbres y las creencias de sus ancestros.

Y si de rocas ancladas en el tiempo hablamos, el viajero no puede dejar de hacer una parada en Arnedo. Su cueva de los Cien Pilares bien lo merece. Bajo el cerro de San Miguel, se esconde uno de los complejos más asombrosos del valle del Cidacos.

Surgido en la Edad Media, este santuario rupestre ha sido testigo de siglos de historia. Las galerías intrincadas, los pilares perforados como en un tablero de ajedrez, los columbarios reutilizados como palomares… Cada rincón susurra historias de un pasado incierto. La tradición de los arnedanos, que vivieron en cuevas durante siglos, añade un toque de misterio a este lugar único.

Explorar las galerías rojizas comunicadas entre sí, supone un reencuentro con la historia. Se dice que el monasterio albergó eremitas, buscadores de la divinidad alejados del mundo. Los columbarios labrados en los pilares sugieren un uso funerario, mientras que la botica y el palomar evocan épocas posteriores.

Pero tampoco falta en la zona la cultura vitivinícola. En una tierra donde el cierzo susurra secretos entre las vides, se encuentran algunos lugares sagrados del vino. Aldeanueva de Ebro, Alfaro, Autol, Quel, Tudelilla, Alcanadre o Grávalos, cada uno con su historia, su tradición, su esencia única.

Aquí, la sabiduría de los viticultores se entrelaza con la modernidad de las bodegas, creando vinos que conquistan nuevos horizontes cada día. Aldeanueva de Ebro con decenas de bodegas tiene, incluso, el nombre de Enoturismo registrado como propio. Ellos fueron los primeros en ver su potencial cuando el enoturismo aún no había dado sus primeros pasos. Pero posiblemente es en los barrios de bodegas donde la magia del vino alcanza su máxima expresión.

Un claro ejemplo es el de Quel donde las bodegas-cueva, testigos silenciosos de tiempos pasados, se transforman en refugios para el alma. Aunque hayan dejado de cumplir su función original, estos santuarios subterráneos siguen irradiando un encanto misterioso. La penumbra, el silencio y los aromas envuelven a los visitantes en una atmósfera de ensueño.

Allí ir a la bodega no es solo degustar vino, es una ceremonia que celebra la tradición y la recuperación. Es sumergirse en un mundo donde el tiempo se detiene y cada sorbo es un viaje al pasado, un tributo a la pasión y al arte de la vinificación.

Y del suelo al cielo, otra de las paradas obligatorias en La Rioja Oriental es el hipnótico Molino de Viento de Ocón. Hoy suena a misterio pero no hace tanto las piedras de sus paredes albergaron el día a día ajetreado de los vecinos del valle. A través de un camino desde el que se completa la profundidad del valle, invita a adentrarse en su historia, entre recuerdos de lugareños y como guardián silencioso de la tradición. Una fiesta guarda la esencia de su tradición.

Y si de fiestas hablamos nadie puede faltar a las de Rincón de Soto. Su desfile de carrozas es quizás una de las fiestas más coloridas de la zona. Las cuadrillas se afanan durante el verano para poner todo su conocimiento y la buena mano de sus vecinos en esto de dar al cartón y la madera vida propia en creaciones dignas de admirar. Luchan por ser Fiesta Regional de Interés Cultural y, sin duda, se lo merecen.

Una zona que invita al visitante a explorar tesoros ocultos y donde cada rincón, cada bodega, cada experiencia cuenta una historia única tejida con el encanto de la tradición de un legado que se remonta a millones de años y que trasciende al tiempo.

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