Firmas

Logroño, una ciudad de letras olvidadas

El diseñador Carlos de Toro reflexiona sobre la tipografía y la identidad perdidas en la capital

Por Carlos de Toro, diseñador de tipografías

Letras. Todo está cubierto de ellas. Están en todas partes y las vemos de forma continua aunque rara vez nos detengamos a mirarlas y a apreciarlas, generalmente simplemente las leemos.

Pero son ellas quienes con su propio tono y voz cuentan cosas mucho más allá de lo que escriben: a menudo hablan de una época, de una sociedad y de un contexto determinados. En definitiva, hablan de una historia. Dotan de identidad nuestro alrededor, nuestras calles, nuestras ciudades… los lugares que habitamos a la par que de forma silenciosa nos recuerdan de dónde venimos.

Es tal su importancia que hace no tanto tiempo existía una profesión, ya casi extinta por estos lares, bajo el nombre de rotulista o letrista. Y suponía una verdadera industria. Rotular a mano escaparates, muros, fachadas, construir letras corpóreas, técnicas como el uso del pan de oro para dar nombre a los establecimientos más reputados… eran tareas del día a día que ahora suenan verdaderamente lejanas.

Quizás el que escribe estas líneas peque de nostálgico e incluso de desear haber vivido épocas que no conoció donde ser letrista ocultaba tras de sí disciplinas que hoy en día denominamos bajo anglicismos como branding o marketing, pero todo aquello visto con perspectiva suena mucho más sincero, tangible y real.

Y es que observar letras y fotografiarlas es una de mis actividades favoritas cuando paseo por cualquier ciudad. Me hace mirar el lugar en el que vivo desde otra perspectiva y descubrir detalles de su historia que, de otra forma, pasarían desapercibidos. Ellas hablan del lugar que esconden tras de sí, lo definen; a su producto, al público al que se dirigen y también en ocasiones hablan de su propietario.

¿Recordáis el precioso y caligráfico rótulo de La Violeta (1939-2016)? Lo confieso, era uno de mis favoritos. En plena calle Portales, frente a la concatedral de La Redonda, estuvo abierto ininterrumpidamente desde 1939. Toda una historia tras sus cristales, la de la familia que regentaba el establecimiento y también la de todas aquellas personas que en algún momento fueron sus clientes. Su rótulo de neón rosa, colgado hasta hace unos meses, anunciaba el lugar con orgullo luciendo unas formas femeninas, voluptuosas, cálidas… sus letras hablaban generosamente y con precisión del género allí dispuesto.

Deseo que lo recordéis y os pido que lo guardéis fuertemente en vuestra memoria… pues ya es historia. La Violeta bajó su persiana para siempre dejando paso a un local vacío que próximamente se ocupará como tienda de carcasas y complementos para móviles. Y su bello rótulo lleno de personalidad para un comercio local ha dado paso al actual insulso vinilo que pasará sin pena ni gloria y que está por ver si sobrevivirá tantos años como lo hizo su predecesor (dejadme que lo dude). Quizás sea una pequeña muestra del tipo de sociedad y necesidades que estamos creando.

¿O que me decís de la esquina de la calle Portales con la calle Sagasta, donde se ubicaba La Villa de Madrid? Rotulado sobre madera empleando una elegante y sobria tipografía grotesca hablaba en su momento de modernidad. Lamentablemente fue trágico el fin de este comercio y su inevitable cierre es una pérdida más de esas pequeñas tiendas de barrio que un día poblaron nuestras calles.

A veces me gusta soñar, e intentar recordar cosas de las que o bien tengo un vago recuerdo o he construido en base a historias escuchadas. Es el caso de la cafetería La Granja (a un par de metros del anteriormente citado establecimiento) y su luminoso de neón… tanto he oído hablar de la iconicidad de esa cafetería, del espectáculo que suponía en su momento semejante cristalera… que pasar por la acera de enfrente y echar la vista al otro lado de la calle se hace cuanto menos inquietante. Poco queda de aquello. Y lo que uno ve, lejos está de la grandiosidad y elegancia que imaginó.

Antoñana hace años que es historia, su local en la esquina de la calle Muro de la Mata con el inicio de la calle Sagasta, junto a La Plaza de Abastos, fue derruido completamente. Actualmente en obras nada queda de aquel bajo con una fachada en piedra y detalles de madera que soportaban orgullosamente a pesar del paso del tiempo su rótulo pintado a mano con pan de oro sobre cristal anunciando: “Lentes y gafas”.

Son solo unos pocos ejemplos de cómo nuestro casco antiguo cada vez se queda más mudo y huérfano de pequeñas y castizas historias, convirtiéndose así en un lugar impersonal y en una burda parodia de lo que un día fue, que poco o nada dirá al visitante.

Fachadas míticas en las que alguna vez se anunció El Nuevo Mundo que se convierten en franquicias de helados, inmensos bazares chinos que con sus productos y empaques nos llevan a cualquier otra ciudad menos a la que nos encontramos… ¿Se imaginan una ‘M’ amarilla y redondita dando la bienvenida a un establecimiento de comida rápida en plena calle Portales? Pues hace no tanto tiempo y no demasiado lejos que semejante fantasía fue real y son muchos los que aún hoy lo recuerdan con espanto. Quien sabe si un día la historia puede repetirse para esta vez llenar uno de los locales de nuestra cada vez más Rambla particular.

En definitiva, una pérdida constante de identidad de ciudad donde la conservación arquitectónica y la adaptación a los nuevos tiempos suena a utopía. A diferencia de otras ciudades como Barcelona y San Sebastian, por citar algunas, Logroño carece de una normativa específica que obligue a proteger elementos singulares tales como rótulos o escaparates, de modo que el futuro de los indefensos rótulos queda siempre en las manos del nuevo propietario.

Pero, por suerte, no todas las pérdidas son definitivas. Y es que una recreación del escaparate con rótulo que durante más de cuarenta años dio la bienvenida a la coqueta librería Santos Ochoa de la calle Sagasta (hoy franquicia) puede ser contemplado en el interior de su tienda de Gran Vía. Así como el letrero de la primera piedra de su imperio, la tienda de la calle Portales (1915). No hay duda de que esta familia conoce la importancia del esfuerzo y se enorgullece de su pasado.

De igual manera, la tienda de bolsos Gómez de la plaza del Mercado se reconvirtió tras ochenta años en un establecimiento de productos de cine bajo el nombre de Cinema Paradiso, pero sin perder sus letras corpóreas. Evidentemente tiene bastante que ver el hecho de que este nuevo establecimiento esté regentado por la hija de los anteriores dueños, pero es una sincera muestra de cómo dar valor a lo nuevo no está reñido con el respeto hacia lo antiguo.

O el caso más célebre: la sombrerería Dulín, la joya de la corona, uno de los escaparates más fotografiados de nuestra calle Portales. Con sus ornamentadas letras (que sin poner un pie dentro ya hablan del saber hacer, de las cosas hechas a medida y con mimo) en el número 38 de la calle Portales, atrae a locales y a foráneos. Por suerte su reciente traspaso tras 120 años en activo no ha supuesto cambio alguno en la fachada. Un icono.

A menudo de forma ingenua me gusta imaginar a dónde fueron a parar estas letras y en silencio deseo que fueran rescatadas a tiempo (continuamente me lamento de no haber sido yo quien lo hiciera) y que quizás todas ellas descansen juntas en una especie de pequeño museo particular, algo así como un cementerio de letras.

Pero sospecho, con motivos, que en la mayor parte de los casos se fueron para no volver. Desanima ver la historia y patrimonio de tu propia ciudad roto en pedazos en un contenedor de obra. Desanima ver cómo a menudo despreciamos las señas de identidad de nuestra propia ciudad, de nuestro propio hogar, permitiendo así que este se convierta en un lugar mucho más pobre, vacío e impersonal. Quizás ya sea demasiado tarde.

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